La criada llevó una palangana de agua caliente y le lavaron el pie. Luego el señor Linton le ofreció un vasito de vino dulce, mientras Isabel le ponía en el regazo un plato con tortas y Eduardo permanecía silencioso a poca distancia. Después le secaron los pies, la peinaron, le pusieron unas zapatillas que le venían muy grandes y la sentaron junto al fuego. Así la he dejado, lo más alegre que te puedes imaginar, repartiendo los dulces con Espía y con el perro pequeño, y a veces haciéndoles cosquillas en el hocico. Todos estaban admirados de ella. Y no es extraño, porque vale mil veces más que ellos y que cualquier otra persona. ¿No es cierto?
—Ya verás como esto trae malos resultados, Heathcliff —le contesté, abrigándole y apagando la luz—. Eres incorregible. El señor Hindley tendrá que apelar a medidas rigurosas, no lo dudes.
Mis palabras fueron más ciertas de lo que yo deseara. El lance enfureció a Earnshaw. Además, al día siguiente el señor Linton vino a hablar con el amo y le soltó tal chaparrón sobre su modo de educar a los niños, que Hindley se consideró obligado a poner a raya a Heathcliff. No dispuso que le pegaran, pero le comunicó que a la primera palabra que dirigiera a Catalina, le echarían a la calle. La señora Earnshaw aseguró que cuando Catalina volviese a casa la haría cambiar de modo de ser empleando la persuasión. De otra forma hubiera sido imposible.
Capítulo siete
En Navidad, después de pasar cinco semanas con los Linton, Catalina volvió curada y con muchas mejores maneras. Mientras tanto, la señora la visitó frecuentemente, y puso en práctica su propósito de educación, procurando despertar la estimación de Catalina hacia su propia persona, y haciéndole valiosos regalos de vestidos y otras cosas. De modo que cuando Catalina volvió, en vez de aquella salvajita que saltaba por la casa con los cabellos revueltos, vimos apearse de una bonita jaca negra a una digna joven, cuyos rizos pendían bajo el velo de un sombrero con plumas, envuelta en un manto largo, que tenía que sostener con las manos para que no lo arrastrase por el suelo. Hindley le ayudó a apearse, y comentó de buen humor:
—Te has puesto muy guapa, Catalina. No te hubiera conocido. Ahora pareces una verdadera señorita. ¿No es cierto, Francisca, que Isabel Linton no puede compararse con mi hermana?
—Isabel Linton carece de la gracia natural de Catalina, pero es preciso que ésta se deje conducir y no vuelva a hacerse intratable —repuso la esposa de Hindley—. Elena: ayuda a desvestirse a la señorita Catalina. Espera, querida, no te desarregles el peinado. Voy a quitarte el sombrero.
Cuando la despejó del manto, apareció bajo él un bonito traje de seda a rayas, pantalones blancos y brillantes polainas. Los canes acudieron a la joven, y aunque sus ojos resplandecían de júbilo, no se atrevió a tocar a los animales por no echarse a perder la ropa. A mí me besó, pero con precaución, pues yo estaba preparando el bollo de Navidad y me encontraba llena de harina. Después buscó con la mirada a Heathcliff. Los señores esperaban con ansia el momento de su encuentro con él, a fin de juzgar las posibilidades que tenían de separarla definitivamente de su compañero.
Heathcliff no tardó en presentarse. Ya de por sí era muy dejado y nadie por su parte se cuidaba de él antes de la ausencia de Catalina, pero ahora ello sucedía, mucho más. Yo era la única que me preocupaba de hacer que se aseara una vez a la semana siquiera. Los muchachos de su edad no suelen ser amigos del agua.
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