Una hembra con sus cachorros se escondía bajo el aparador.

Todo era muy propio de la morada de uno de los campesinos de la región, gente recia, tosca, con calzón corto y polainas. Esas salas y esos hombres sentados en ellas ante un jarro de cerveza espumeante abundan en el país, mas Heathcliff contrastaba mucho con el ambiente. Por lo moreno, parecía un gitano, pero tenía las maneras y la ropa de un hombre distinguido y, aunque algo descuidado en su indumentaria, su tipo era erguido y gallardo.

Yo pensaba que muchos le tendrían por soberbio y grosero y que, sin embargo, no debía ser ninguna de ambas cosas. Por instinto imagine su reserva, hija del deseo de ocultar sus sentimientos. Debía saber disimular sus odios y simpatías y juzgar impertinente a quien se permitiera manifestarle los suyos.

Es probable que yo me aventurase mucho al atribuir a mi casero mi propio carácter. Quizá él regateara su mano al amigo ocasional, por motivos muy diversos. Tal vez mi carácter sea único. Mi madre solía decirme que yo nunca tendría un hogar feliz y lo que me ocurrió el verano último parece dar la razón a mi progenitora, porque, hallándome en una playa donde pasaba un mes, conocí a una mujer bellísima, realmente hechicera. Aunque nada le dije, si es cierto que los ojos hablan, los míos debían delatar mi locura por ella. La joven lo notó y me correspondió con una mirada dulcísima. ¿Y qué hice? Declaro avergonzado que rectifiqué, que me hundí en mí mismo como un caracol en su concha y que cada mirada de la joven me hacía alejarme más, hasta que ella, probablemente desconcertada por mi actitud y suponiendo haber sufrido un error, persuadió a su madre de que se fuesen.

Esas brusquedades y cambios me han valido fama de cruel, sin que nadie, no siendo yo mismo, sepa cuánto error hay en ello.

Heathcliff y yo nos sentamos silenciosos ante la chimenea. La perra, separándose de sus cachorros, se acercó a mí, fruncido el hocico y enseñando sus blancos dientes. Cuando quise acariciarla emitió un gruñido gutural.

—Déjela —dijo Heathcliff haciendo coro a la perra con otro gruñido y asestándole un puntapié—. No está hecha a caricias ni se la tiene para eso.

Incorporándose, fue hacia una puerta lateral y gritó:

—¡José!

José masculló algo en el fondo de la bodega, mas no apareció. Entonces su amo acudió en su busca. Quedé solo con la perra y con otros dos mastines que me miraban atentamente. No me moví, temeroso de sus colmillos, pero pensé que la mímica no les molestaría y les hice unas cuantas muecas. Fue una ocurrencia muy desgraciada, porque la señora perra, ofendida sin duda por alguno de mis gestos, se precipitó sobre mis pantalones. La repelí y me di prisa a refugiarme tras de la mesa, acto que puso en acción a todo el ejército canino. Hasta seis demonios en cuatro patas confluyeron desde todos los rincones en el centro de la sala. Mis talones y los faldones de mi levita fueron los más atacados. Quise defenderme con el hurgón de la lumbre, pero no bastó y tuve que pedir auxilio a voz en cuello.

Heathcliff y José subían con desesperada calma. La sala era un infierno de ladridos y gritos, pero ellos no se apresuraban nada en absoluto. Por suerte, una rolliza criada acudió más deprisa, arremangadas las faldas, rojas las mejillas por la cercanía del fogón, desnudos los brazos y en la mano una sartén, merced a cuyos golpes, acompañados por varios denuestos, se calmó en el acto la tempestad. Al entrar Heathcliff, ella, agitada como el océano tras un huracán, campeaba en medio de la habitación.

—¿Qué diablos ocurre? —preguntó mi casero con tono que juzgué intolerable tras tan inhospitalario acontecimiento.

—De diablos es la culpa —respondí—. Los cerdos endemoniados de los Evangelios no debían encerrar más espíritus malos que sus perros, señor Heathcliff. Dejar a un forastero entre ellos es igual que dejarle entre un rebaño de tigres.

—Nunca se meten con quien no les incomoda —dijo él—. La misión de los perros es vigilar. ¿Un vaso de vino?

—No, gracias.

—¿Le han mordido?

—En ese caso lo habría conocido usted por lo que yo habría hecho al que me mordiera.

—Vaya, vaya —repuso Heathcliff, con una mueca—. No se excite, señor Lockwood, y beba un poco de vino.