En esta casa suele haber tan pocos visitantes que ni mis perros ni yo acertamos a recibirles como merecen. ¡Ea, a su salud!

Comprendiendo que sería absurdo formalizarme por la agresión de unos perros feroces, me calmé y correspondí al brindis. Además se me figuró que mi casero se mofaba de mí y no quise darle más razones de irrisión. En cuanto a él, debió juzgar necio el tratar tan mal a un buen inquilino, y, mostrándose algo menos conciso, empezó a charlar de las ventajas e inconvenientes de la casa que me había arrendado, lo que sin duda le parecía interesante para mí. Opiné que hablaba con buen criterio y resolví decirle que repetiría mi visita al día siguiente. Y, aun cuando él no mostrara ningún entusiasmo al oírlo, he decidido volver. Me parece mentira comprobar lo amigo del trato social que soy, por comparación al dueño de mi casa.

Capítulo dos

Ayer por la tarde hizo frío y niebla. Primero dudé entre quedarme en casa, junto al fuego, o dirigirme, a través de cenagales y yermos, a «Cumbres Borrascosas».

Pero después de comer (advirtiendo que como de una a dos, ya que el ama de llaves, a la que acepté al alquilar la casa como si fuese una de sus dependencias, no comprende, o no quiere comprender, que deseo comer a las cinco), al subir a mi cuarto, hallé en él a una criada arrodillada ante la chimenea y esforzándose en extinguir las llamas mediante masas de ceniza con las que levantaba una polvareda infernal. Semejante espectáculo me desanimó. Cogí el sombrero y tras una caminata de cuatro millas llegué a casa de Heathcliff en el preciso instante en que comenzaban a caer los primeros copos de una nevada semilíquida.

El suelo de aquellas solitarias alturas estaba cubierto de una capa de escarcha ennegrecida, y el viento estremecía de frío todos mis miembros.

Al ver que mis esfuerzos para levantar la cadena que cerraba la puerta de la verja eran vanos, saltó la valla, avancé por el camino bordeado de groselleros, y golpeé con los nudillos la puerta de la casa, hasta que me dolieron los dedos. Se oía ladrar a los canes.

«Vuestra imbécil inhospitalidad merecía ser castigada con el aislamiento perpetuo de vuestros semejantes, ¡bellacos! —murmuré mentalmente—. Lo menos que se puede hacer es tener abiertas las puertas durante el día. Pero no me importa. He de entrar».

Tomada esta decisión, sacudí con fuerza la aldaba. La cara de vinagre de José apareció en una ventana del granero.

—¿Qué quiere usted? —preguntó—. El amo está en el corral. Dé la vuelta por el ángulo del establo.

—¿No hay quien abra la puerta?

—Nadie más que la señorita, y ella no le abriría aunque estuviese usted llamando hasta la noche. Sería inútil.

—¿Por qué? ¿No puede usted decirle que soy yo?

—¿Yo? ¡No! ¿Qué tengo yo que ver con eso? —replicó, mientras se retiraba.

Comenzaba a caer una espesa nevada. Yo empuñaba ya el aldabón para volver a llamar, cuando un joven sin chaqueta y llevando al hombro una horca de labranza apareció y me dijo que le siguiera. Atravesamos un lavadero y un patio embaldosado en el que había un pozo con bomba y un palomar, y llegamos a la habitación donde el día anterior fui introducido. Un inmenso fuego de carbón y leña la caldeaba, y, al lado de la mesa, en la que estaba servida una abundante merienda, tuve la satisfacción de ver a la señorita, persona de cuya existencia no había tenido antes noticia alguna. La saludé y permanecí en pie, esperando que me invitara a sentarme. Ella me miró y no se movió de su silla ni pronunció una sola palabra.

—¡Qué tiempo tan malo! —comenté—. Lamento, señora Heathcliff, que la puerta haya sufrido las consecuencias de la negligencia de sus criados. Me ha costado un trabajo tremendo hacerme oír.

Ella no movió los labios. La miré atentamente, y ella me correspondió con otra mirada tan fría, que resultaba molesta y desagradable.

—Siéntese —gruñó el joven—. Heathcliff vendrá enseguida.

Obedecí, carraspeé y llamé a Juno, la malvada perra, que esta vez se dignó mover la cola en señal de que me reconocía.

—¡Hermoso animal! —empecé—. ¿Piensa usted desprenderse de los cachorrillos, señora?

—No son míos —dijo la amable joven con un tono aún más antipático que el que hubiera empleado el propio Heathcliff.

—Entonces, ¿sus favoritos serán aquéllos? —continué, volviendo la mirada hacia lo que me pareció un cojín con gatitos.

—Serían unos favoritos bastante extravagantes —contestó la joven desdeñosamente.

Desgraciadamente, los supuestos gatitos eran, en realidad, un montón de conejos muertos. Volví a carraspear, me aproxime al fuego y repetí mis comentarios sobre lo desagradable de la tarde.

—No debía usted haber salido —dijo ella, mientras se incorporaba y trataba de alcanzar dos de los tarros pintados que había en la chimenea.

A la claridad de las llamas, pude distinguir por completo su figura. Era muy esbelta, y al parecer apenas había salido de la adolescencia.