Los ciegos serían felices en este país, que para la lengua es paraíso y para los ojos infierno.

El señor Licurgo, o no entendió las palabras del caballero Rey o no hizo caso de ellas. Cuando vadearon el río, que turbio y revuelto corría con impaciente precipitación, como si huyera de sus propias orillas, el labriego extendió el brazo hacia unas tierras que a la siniestra mano en grande y desnuda extensión se veían, y dijo:

—Éstos son los Alamillos de Bustamante.

—¡Mis tierras! —exclamó con júbilo el caballero, tendiendo la vista por el triste campo que alumbraban las primeras luces de la mañana — . Es la primera vez que veo el patrimonio que heredé de mi madre. La pobre hacía tales ponderaciones de este país, y me contaba tantas maravillas de él, que yo, siendo niño, creía que estar aquí era estar en la gloria. Frutas, flores, caza mayor y menor, montes, lagos, ríos, poéticos arroyos, oteros pastoriles, todo lo había en los Alamillos de Bustamante, en esta tierra bendita, la mejor y más hermosa de todas las tierras... ¡Qué demonio! La gente de este país vive con la imaginación. Si en mi niñez, y cuando vivía con las ideas y con el entusiasmo de mi buena madre, me hubieran traído aquí, también me habrían parecido encantadores estos desnudos cerros, estos llanos polvorientos o encharcados, estas vetustas casas de labor, estas norias desvencijadas, cuyos canjilones lagrimean lo bastante para regar media docena de coles, esta desolación miserable y perezosa que estoy mirando.

—Es la mejor tierra del país —dijo el señor Licurgo— y para el garbanzo es de lo que no hay.

—Pues lo celebro, porque desde que las heredé no me han producido un cuarto estas célebres tierras.

El sabio legislador espartano se rascó la oreja y dio un suspiro.

—Pero me han dicho —continuó el caballero— que algunos propietarios colindantes han metido su arado en estos grandes estados míos y poco a poco me los van cercenando. Aquí no hay mojones, ni linderos, ni verdadera propiedad, señor Licurgo.

El labriego después de una pausa, durante la cual parecía ocupar su sutil espíritu en profundas disquisiciones, se expresó de este modo:

—El tío Pasolargo, a quien llamamos el Filósofo por su mucha trastienda, metió el arado en los Alamillos por encima de la ermita, y roe que roe, se ha zampado seis fanegadas.

—¡Qué incomparable escuela! —exclamó riendo el caballero—. Apostaré que no ha sido ése el único... filósofo.

—Bien dijo el otro, que quien las sabe las tañe, y si al palomar no le falta cebo no le faltarán palomas... Pero usted, señor don José, puede decir aquello de que el ojo del amo engorda la vaca, y ahora que está aquí vea de recobrar su finca.

—Quizás no sea tan fácil, señor Licurgo —repuso el caballero, a punto que entraban por una senda a cuyos lados se veían hermosos trigos que con su lozanía y temprana madurez recreaban la vista—. Este campo parece mejor cultivado. Veo que no todo es tristeza y miseria en los Alamillos.

El labriego puso cara de lástima, y afectando cierto desdén hacia los campos elogiados por el viajero, dijo en todo humildísimo:

—Señor, esto es mío.

—Perdone usted —replicó vivamente el caballero — ya quería yo meter mi hoz en los estados de usted. Por lo visto la filosofía aquí es contagiosa.

Bajaron inmediatamente a una cañada que era lecho de pobre y estancado arroyo, y pasado éste, entraron en un campo lleno de piedras, sin la más ligera muestra de vegetación.

—Esta tierra es muy mala —dijo el caballero volviendo el rostro para mirar a su guía y compañero que se había quedado un poco atrás—. Difícilmente podrá usted sacar partido de ella, porque todo es fango y arena.

Licurgo, lleno de mansedumbre, contestó:

—Esto... es de usted

—Veo que aquí todo lo malo es mío —afirmó el caballero riendo jovialmente.

Cuando esto hablaban tomaron de nuevo el camino real. Ya la luz del día, entrando en alegre irrupción por todas las ventanas y claraboyas del hispano horizonte, inundaba de esplendorosa claridad los campos. El inmenso cielo sin nubes parecía agrandarse más y alejarse de la tierra para verla y en su contemplación recrearse desde más alto. La desolada tierra sin árboles, pajiza a trechos, a trechos de color gredoso, dividida toda en triángulos y cuadriláteros amarillos o negruzcos, pardos o ligeramente verdegueados, semejaba en cierto modo a la capa del harapiento que se pone al sol. Sobre aquella capa miserable, el cristianismo y el islamismo habían trabado épicas batallas. Gloriosos campos, sí, pero los combates de antaño les habían dejado horribles.

—Me parece que hoy picará el sol, señor Licurgo —dijo el caballero desembarazándose un poco del abrigo en que se envolvía—. ¡Qué triste camino! No se ve ni un solo árbol en todo lo que alcanza la vista. Aquí todo es al revés. La ironía no cesa. ¿Por qué si no hay aquí álamos grandes ni chicos, se ha de llamar esto los Alamillos?

El tío Licurgo no contestó a la pregunta, porque con toda su alma atendía a lejanos ruidos que de improviso se oyeron, y con ademán intranquilo detuvo su cabalgadura, mientras exploraba el camino y los cerros lejanos con sombría mirada.

—¿Qué hay? —preguntó el viajero, deteniéndose también.

—¿Trae usted armas, don José?

—Un revólver... ¡Ah!, ya comprendo. ¿Hay ladrones?

—Puede... —repuso el labriego con mucho recelo — . Me parece que sonó un tiro.

—Allá lo veremos... ¡adelante! —dijo el caballero picando su jaca—.