No serán tan
temibles.
—Calma, señor don José —exclamó el aldeano deteniéndole—. Esa gente es más mala que Satanás. El otro día asesinaron a dos caballeros que iban a tomar el tren... Dejémonos de fiestas. Gasparón el Fuerte, Pepito Chispillas, Merengue y Ahorca-Suegras no me verán la cara en mis días. Echemos por la vereda.
—Adelante, señor Licurgo.
—Atrás, señor don José —replicó el labriego con afligido acento—. Usted no sabe bien qué gente es ésa. Ellos fueron los que el mes pasado robaron de la iglesia del Carmen el copón, la corona de la Virgen y dos candeleros; ellos fueron los que hace dos años saquearon el tren que iba para Madrid.
Don José, al oír tan lamentables antecedentes, sintió que aflojaba un poco su intrepidez.
—¿Ve usted aquel cerro grande y empinado que hay allá lejos? Pues allí se esconden esos pícaros en unas cuevas que llaman la Estancia de los Caballeros.
—¡De los Caballeros!
—Sí señor. Bajan al camino real, cuando la guardia civil se descuida, y roban lo que pueden. ¿No ve usted más allá de la vuelta del camino, una cruz, que se puso en memoria de la muerte que dieron al alcalde de Villahorrenda cuando las elecciones?
—Sí, veo la cruz.
—Allí hay una casa vieja, en la cual se esconden para aguardar a los trajineros. A aquel sitio llamamos las Delicias.
—¡Las Delicias!...
—Si todos los que han sido muertos y robados al pasar por ahí resucitaran, podría formarse con ellos un ejército.
Cuando esto decían, oyéronse más de cerca los tiros, lo que turbó un poco el esforzado corazón de los viajantes, pero no el del zagalillo, que retozando de alegría pidió al señor Licurgo licencia para adelantarse y ver la batalla que tan cerca se había trabado. Observando la decisión del muchacho, avergonzóse don José de haber sentido miedo o cuando menos un poco de respeto a los ladrones y exclamó, espoleando la jaca:
—Pues allá iremos todos. Quizás podamos prestar auxilio a los infelices viajeros que en tan gran aprieto se ven, y poner las peras a cuarto a los caballeros.
Esforzábase el labriego en convencer al joven de la temeridad de sus propósitos, así como de lo inútil de su generosa idea, porque los robados, robados estaban y quizás muertos, y en situación de no necesitar auxilio de nadie. Insistía el señor a pesar de estas sesudas advertencias, contestaba el aldeano, oponiendo la más viva resistencia, cuando la presencia de dos o tres carromateros que por el camino abajo tranquilamente venían conduciendo una galera, puso fin a la cuestión. No debía de ser grande el peligro cuando tan sin cuidado venían aquellos, cantando alegres coplas; y así fue en efecto, porque los tiros, según dijeron, no eran disparados por los ladrones, sino por la guardia civil, que de este modo quería cortar el vuelo a media docena de cacos que ensartados conducía a la cárcel de la villa.
—Ya, ya sé lo que ha sido —dijo Licurgo, señalando leve humareda que a mano derecha del camino y a regular distancia se descubría — . Allí les han escabechado. Esto pasa un día sí y otro no.
El caballero no comprendía.
—Yo le aseguro al señor don José —añadió con energía el legislador lacedemonio—, que está muy retebién hecho; porque de nada sirve formar causa a esos pillos. El juez les marca un poco y después les suelta. Si al cabo de seis años de causa alguno va a presidio, a lo mejor se escapa, o le indultan y vuelve a la Estancia de los Caballeros. Lo mejor es esto: ¡fuego en ellos! Se les lleva a la cárcel, y cuando se pasa por un lugar a propósito... «¡ah!, perro que te quieres escapar... pum, pum...». Ya está hecha la sumaria, requeridos los testigos, celebrada la vista, dada la sentencia... todo en un minuto. Bien dicen, que si mucho sabe la zorra, más sabe el que la toma.
—Pues adelante, y apretemos el paso, que este camino, a más de largo, no tiene nada de ameno —dijo Rey.
Al pasar junto a las Delicias vieron a poca distancia del camino a los guardias que minutos antes habían ejecutado la extraña sentencia que el lector sabe. Mucha pena causó al zagalillo que no le permitieran ir a contemplar de cerca los palpitantes cadáveres de los ladrones, que en horroroso grupo se distinguían a lo lejos, y siguieron todos adelante. Pero no habían andado veinte pasos cuando sintieron el galopar de un caballo que tras ellos venía con tanta rapidez que por momentos les alcanzaba. Volvióse nuestro viajero y vio un hombre, mejor dicho un centauro, pues no podía concebirse más perfecta armonía entre caballo y jinete, el cual era de complexión recia y sanguínea, ojos grandes, ardientes, cabeza ruda, negros bigotes, mediana edad y el aspecto en general brusco y provocativo, con indicios de fuerza en toda su persona. Montaba un soberbio caballo de pecho carnoso, semejante a los del Partenón, enjaezado según el modo pintoresco del país, y sobre la grupa llevaba una gran valija de cuero, en cuya tapa se veía en letras gordas la palabra Correo.
—Hola, buenos días, señor Caballuco —dijo Licurgo, saludando al jinete cuando estuvo cerca—. ¡Cómo le hemos tomado la delantera!, pero usted llegará antes si se pone a ello.
—Descansemos un poco —repuso el señor Caballuco, poniendo su cabalgadura al paso de la de nuestros viajeros, y observando atentamente al principal de los tres—.
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