Yo la tengo hecha a martillazos.
TÍA.—Y las mismas salidas; ¡el mismo genio!
MUCHACHO.—Pero claro que me parezco. En carnaval me puse un vestido de mi madre…, un vestido del año de la nana, verde…
ROSITA.—(Melancólica.) Con lazos negros…, y bullones de seda verde nilo.
MUCHACHO.—Sí.
ROSITA.—Y un gran lazo de terciopelo en la cintura.
MUCHACHO.—El mismo.
ROSITA.—Que cae a un lado y otro del polisón.
MUCHACHO.—¡Exacto! ¡Qué disparate de moda! (Se sonríe.)
ROSITA.—(Triste.) ¡Era una moda bonita!
MUCHACHO.—¡No me diga usted! Pues bajaba yo muerto de risa con el vejestorio puesto, llenando todo el pasillo de la casa de olor de alcanfor, y de pronto mi tía se puso a llorar amargamente porque decía que era exactamente igual que ver a mi madre. Yo me impresioné, como es natural, y dejé el traje y el antifaz sobre mi cama.
ROSITA.—Como que no hay cosa más viva que un recuerdo. Llegan a hacernos la vida imposible. Por eso yo comprendo muy bien a esas viejecillas borrachas que van por las calles queriendo borrar el mundo, y se sientan a cantar en los bancos del paseo.
TÍA.—¿Y tu tía la casada?
MUCHACHO.—Escribe desde Barcelona. Cada vez menos.
ROSITA.—¿Tiene hijos?
MUCHACHO.—Cuatro.
(Pausa.)
AMA.—(Entrando.) Déme usted las llaves del armario. (La TÍA se las da. Por el MUCHACHO.) Aquí, el joven, iba ayer con su novia. Los vi por la Plaza Nueva. Ella quería ir por un lado y él no la dejaba. (Ríe.)
TÍA.—¡Vamos con el niño!
MUCHACHO.—(Azorado.) Estábamos de broma.
AMA.—¡No te pongas colorado! (Saliendo.)
ROSITA.—¡Vamos, calla!
MUCHACHO.—¡Qué jardín más precioso tienen ustedes!
ROSITA.—¡Teníamos!
TÍA.—Ven y corta unas flores.
MUCHACHO.—Usted lo pase bien, doña Rosita.
ROSITA.—¡Anda con Dios, hijo! (Salen. La tarde está cayendo.) ¡Doña Rosita! ¡Doña Rosita!
Cuando se abre en la mañana
roja como sangre está.
La tarde la pone blanca
con blanco de espuma y sal.
Y cuando llega la noche
se comienza a deshojar.
(Pausa.)
AMA.—(Sale con un chal.) ¡En marcha!
ROSITA.—Sí, voy a echarme un abrigo.
AMA.—Como he descolgado la percha, lo tienes enganchado en el tirador de la ventana.
(Entra la SOLTERA 3ª, vestida de oscuro, con un velo de luto en la cabeza y la pena, que se llevaba en el año doce. Hablan bajo.)
SOLTERA 3ª.—¡Ama!
AMA.—Por unos minutos no nos encuentra aquí.
SOLTERA 3ª.—Yo vengo a dar una lección de piano que tengo aquí cerca y me llegué por si necesitaban ustedes algo.
AMA.—¡Dios se lo pague!
SOLTERA 3ª.—¡Qué cosa más grande!
AMA.—Sí, sí; pero no me toque usted el corazón, no me levante la gasa de la pena, porque yo soy la que tiene que dar ánimos en este duelo sin muerto que está usted presenciando.
SOLTERA 3ª.—Yo quisiera saludarlas.
AMA.—Pero es mejor que no las vea. ¡Vaya por la otra casa!
SOLTERA 3ª.—Es mejor. Pero si hace falta algo, ya sabe que en lo que pueda, aquí estoy yo.
AMA.—¡Ya pasará la mala hora!
(Se oye el viento.)
SOLTERA 3ª.—¡Se ha levantado un aire!…
AMA.—Sí. Parece que va a llover.
(La SOLTERA 3ª se va.)
TÍA.—(Entra.) Como siga este viento no va a quedar una rosa viva. Los cipreses de la glorieta casi tocan las paredes de mi cuarto. Parece como si alguien quisiera poner el jardín feo para que no tuviésemos pena de dejarlo.
AMA.—Como precioso, precioso, no ha sido nunca. ¿Se ha puesto su abrigo? Y esta nube… Así, bien tapada. (Se lo pone.) Ahora, cuando lleguemos, tengo la comida hecha. De postre, flan. A usted le gusta. Un flan dorado como una clavellina. (El AMA habla con la voz velada por una profunda emoción.)
(Se oye un golpe.)
TÍA.—Es la puerta del invernadero. ¿Por qué no la cierras?
AMA.—No se puede cerrar por la humedad.
TÍA.—Estará toda la noche golpeando.
AMA.—¡Como no la oiremos…!
(La escena está en una dulce penumbra de atardecer.)
TÍA.—Yo, sí. Yo sí la oiré.
(Aparece ROSITA. Viene pálida, vestida de blanco, con un abrigo hasta el filo del vestido.)
AMA.—(Valiente.) ¡Vamos!
ROSITA.—(Con voz débil.) Ha empezado a llover. Así no habrá nadie en los balcones para vernos salir.
TÍA.—Es preferible.
ROSITA.—(Vacila un poco, se apoya en una silla y cae sostenida por el AMA y la TÍA, que impiden su total desmayo.)
«Y cuando llega la noche
se comienza a deshojar.»
(Salen, y a su mutis queda la escena sola. Se oye golpear la puerta. De pronto se abre un balcón del fondo y las blancas cortinas oscilan con el viento.)
Telón final
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