Ellos, a su vez, hicieron también un invento que se abrió por sí mismo paso por todo el continente, pero retornando a Francia con amor siempre renovado, hasta que acabó adquiriendo carta de ciudadanía en la mitad de sus departamentos: el estado de sitio. ¡Magnífico invento, aplicado periódicamente en cada una de las crisis sucesivas en el curso de la revolución francesa! Y el cuartel y el vivac, puestos así, periódicamente, por encima de la sociedad francesa para aplastarle el cerebro y convertirla en un ser tranquilo; el sable y el mosquetón, que periódicamente regentaban la justicia y la administración, ejercían tutela y censura, hacían funciones de policía y oficio de serenos, el bigote y la guerrera, que se preconizaban periódicamente como la sabiduría suprema y como los rectores de la sociedad, ¿no tenían necesariamente el cuartel y el vivac, el sable y el mosquetón, el bigote y la guerrea, que dar por último en la ocurrencia de que era mejor salvar a la sociedad de una vez para siempre, proclamando su propio régimen como el más alto de todos y descargando por completo a la sociedad burguesa del cuidado de gobernarse por sí misma? El cuartel y el vivac, el sable y el mosquetón, el bigote y la guerra tenían necesariamente que dar en esta ocurrencia, con tanta mayor razón cuanto que de este modo podían esperar también una mejor recompensa por sus altos servicios, mientras que limitándose a decretar periódicamente el estado de sitio y a salvar transitoriamente a la sociedad por encargo de esta o aquella fracción de la burguesía, se conseguía poco de sólido, fuera de algunos muertos y heridos y de algunas muecas amistosas de los burgueses. ¿Por qué el elemento militar no podía jugar por fin de una vez el estado de sitio en su propio interés y para su propio beneficio, sitiando al mismo tiempo las bolsas burguesas? Por lo demás, no olvidemos, digámoslo de pasada, que el coronel Bernard, aquel mismo presidente de la Comisión militar que bajo Cavaignac ayudó a mandar a la deportación sin juicio, a 15.000 insurrectos, vuelve a hallarse en este momento a la cabeza de las Comisiones militares que actúan en París.

Si los republicanos honestos, los republicanos puros, plantaron con el estado de sitio de París el vivero en que habían de criarse los pretorianos[35] del 2 de diciembre de 1851 merecen en cambio que se ensalce en ellos el que, lejos de exagerar el sentimiento nacional como habían hecho bajo Luis Felipe, ahora cuando disponen del poder de la nación, se arrastran a los pies del extranjero, y en vez de liberar a Italia, hacen que vuelvan a ocuparla los austríacos y los napolitanos[36]. La elección de Luis Bonaparte como presidente, el 10 de diciembre de 1848, puso fin a la dictadura de Cavaignac y a la Constituyente.

En el artículo 44 de la Constitución se dice: «El presidente de la República francesa no deberá haber perdido nunca la ciudadanía francesa». El primer presidente de la República francesa, L.N. Bonaparte, no sólo había perdido la ciudadanía francesa, no sólo había sido agente especial de la policía inglesa, sino que era incluso un suizo naturalizado[37].

Ya he puesto en otro lugar la significación de las elecciones del 10 de diciembre[38]. No he de volver aquí sobre esto. Baste observar que fue una reacción de los campesinos, que habían tenido que pagar el coste de la revolución de febrero, contra las demás clases de la nación, una reacción del campo contra la ciudad. Esta reacción encontró gran eco en el ejército, al que los republicanos del National no habían dado fama ni aumento de sueldo; entre la gran burguesía, que saludó en Bonaparte el puente hacia la monarquía; entre los proletarios y los pequeños burgueses, que le saludaron como un azote para Cavaignac. Más adelante he de tener ocasión de examinar más en detalle el papel de los campesinos en la revolución francesa.

La época que va desde el 20 de diciembre de 1848 hasta la disolución de la Constituyente en mayo de 1849, abarca la historia del ocaso de los republicanos burgueses. Después de haber creado una república para la burguesía, de haber expulsado del campo de lucha al proletariado revolucionario y de reducir provisionalmente al silencio, a la pequeña burguesía democrática, se ven ellos mismos puestos al margen por la masa de la burguesía, que con justo derecho embarga a esta república como cosa de su propiedad. Pero esta masa burguesa era realista. Una parte de ella, los grandes propietarios de tierras, había dominado bajo la Restauración[39] y era, por tanto, legitimista. La otra parte, los aristócratas financieros y los grandes industriales, había dominado bajo la monarquía de Julio, y era, por consiguiente orleanista[40]. Los altos dignatarios del Ejército, de la Universidad, de la Iglesia, del Foro, de la Academia y de la Prensa se repartían entre ambos campos, aunque en distinta proporción. Aquí, en la república burguesa, que no ostentaba el nombre de Borbón ni el nombre de Orléans, sino el nombre de Capital, habiendo encontrado la forma de gobierno bajo la cual podían dominar conjuntamente. Ya la insurrección de junio los había unido en las filas del «partido del orden»[41]. Ahora, se trataba ante todo de eliminar a la pandilla de los republicanos burgueses que ocupaban todavía los escaños de la Asamblea Nacional. Y todo lo que estos republicanos puros habían tenido de brutales para abusar de la fuerza física contra el pueblo, lo tuvieron ahora de cobardes, de pusilánimes, de tímidos, de alicaídos, de incapaces de luchar para mantener su republicanismo y su derecho de legisladores frente al poder ejecutivo y a los realistas. No tengo por qué relatar aquí la historia ignominiosa de su desintegración. No cayeron, se acabaron. Su historia ha terminado para siempre, y en el período siguiente ya sólo figuran, lo mismo dentro que fuera de la Asamblea, como recuerdos, que parecen revivir de nuevo tan pronto como se trata del mero nombre de República y cuantas veces el conflicto revolucionario amenaza con descender hasta el nivel más bajo. Diré de pasada que el periódico que dio su nombre a este partido, el National, se pasó en el período siguiente al socialismo.

Antes de terminar con este período, tenemos que echar todavía una ojeada retrospectiva a los dos poderes, uno de los cuales anuló al otro el 2 de diciembre de 1851, mientras que desde el 20 de diciembre de 1848 hasta la disolución de la Constituyente vivieron en relaciones maritales. Nos referimos, de un lado, a Luis Bonaparte y, de otro lado, al partido de los realistas colegiados, al partido del orden, al partido de la gran burguesía. Al tomar posesión de la presidencia, Bonaparte formó inmediatamente un ministerio del partido del orden, al frente del cual puso a Odilon Barrot, que era, nótese bien, el antiguo dirigente de la fracción más liberal de la burguesía parlamentaria. Por fin, el señor Barrot había cazado la cartera de ministro cuyo espectro le perseguía desde 1830, y más aún, la presidencia del ministerio; pero no como lo había soñado bajo Luis Felipe, como el jefe más avanzado de la oposición parlamentaria, sino con la misión de matar un parlamento y como aliado de todos sus peores enemigos, los jesuitas y los legitimistas. Por fin, pudo casarse con la novia, pero sólo después de que ésta había sido ya prostituida. En cuanto a Bonaparte, se eclipsó en apariencia totalmente. Ese partido actuaba por él.

Ya en el primer consejo de ministros se acordó la expedición a Roma, que se convino en realizar a espaldas de la Asamblea Nacional y arrancándole a ésta los medios financieros bajo un pretexto falso. Así comenzó la cosa, estafando a la Asamblea Nacional y con una conspiración secreta con las potencias absolutistas extranjeras contra la república revolucionaria romana.