Y aquí comienza mi náusea. Yo miro en torno a mí: ya no queda una palabra de todo lo que en otro tiempo se llamaba verdad; nosotros no podemos ya soportar que un sacerdote pronuncie solamente la palabra verdad. Aún teniendo las más modestas pretensiones a la probidad, hoy se debe saber que un teólogo, un sacerdote, un papa, con cualquier frase que pronuncia no sólo se equivoca, sino que miente, y que no es ya libre de mentir por inocencia, por ignorancia. También sabe el sacerdote, como lo sabe cualquiera, que no hay Dios, ni pecado, ni redentor; que libre albedrío y orden moral del mundo son mentiras: la seriedad, la profunda victoria del espíritu sobre sí mismo no permiten ya a nadie que sea ignorante sobre estas cosas... Todas las concepciones de la Iglesia son reconocidas por lo que son, como la más triste acuñación de moneda falsa que ha existido hecha con el fin de desvalorizar la naturaleza y los valores naturales: el sacerdote mismo es reconocido como lo que es, como la más peligrosa especie de parásito, como la verdadera araña venenosa de la vida... Nosotros sabemos, nuestra conciencia sabe hoy, qué valen en general aquellas funestas invenciones de los sacerdotes y de la Iglesia, de qué servirán, esto es, para conseguir aquel estado de damnificación de la humanidad, cuyo espectáculo produce náuseas, los conceptos de más allá, juicio final, inmortalidad del alma, el alma misma, sin instrumentos de tortura y sistemas de crueldad, en virtud de los cuales el sacerdote se hizo el amo y siguió siendo el amo... Todos saben esto, y sin embargo todo sigue igual. ¿Dónde ha ido a parar el último sentimiento del decoro, del respeto de sí mismo, si hasta nuestros hombres de Estado —por lo demás, una especie de hombres y de anticristianos bastante descocada en la práctica— se llaman aún hoy cristianos y toman la comunión?

¡Un joven príncipe a la cabeza de sus regimientos, espléndido como expresión del egoísmo y de la elevación de su pueblo, profesa sin pudor el cristianismo! Pero ¿que es lo que niega el cristianismo? ¿Qué es lo que llama mundo? El hecho de ser soldado, de ser juez, de ser patriota; el de defenderse, de atenerse al propio honor, de querer el propio provecho, de ser orgulloso... Toda práctica de cada momento, todo instinto, toda valoración que se convierte en hecho es hoy anti-cristiana; ¡qué aborto de falsedad debe ser el hombre moderno para no avergonzarse todavía de llamarse cristiano!

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Retrocedamos y contemos la verdadera historia del cristianismo. Ya la palabra cristiano es un equivoco: en el fondo no hubo más que un cristiano, y éste murió en la cruz. El Evangelio murió en la cruz. Lo que a partir de aquel momento se llamó evangelio era lo contrario de lo que él vivió; una mala nueva, un Dysangelium. Es falso hasta el absurdo ver la característica del cristiano en una fe, por ejemplo, en la fe de la redención por medio de Cristo: únicamente la práctica cristiana, el vivir como vivió el que murió en la cruz es lo cristiano... Aun hoy, tal vida es posible para ciertos hombres, y hasta necesaria: el verdadero, el originario cristianismo será posible en todos los tiempos. No una creencia, sino un obrar, sobre todo, un no hacer muchas cosas, un ser de otro modo... Los estados de conciencia, por ejemplo, una fe, un tener por verdadero —toda psicología sobre este punto— son perfectamente indiferentes y de quinto orden, comparados con los valores de los instintos: hablando más rigurosamente, toda la noción de causalidad espiritual es falsa. Reducir el hecho de ser cristianos, la cristiandad, al hecho de tener una cosa por verdadera, a un simple fenomenalismo de la conciencia, significa negar el cristianismo. En realidad, jamás hubo cristianos. El cristiano es simplemente una psicológica incomprensión de sí mismo. Si mira mejor en él verá que, a despecho de toda fe, dominan simplemente los instintos, ¡y qué instintos!

La fe fue en todos los tiempos, por ejemplo, en Lutero, sólo una capa, un pretexto, un telón, detrás del cual los instintos desarrollaban su juego; una hábil ceguera sobre la dominación de ciertos instintos... La fe —yo la he llamado ya la verdadera habilidad cristiana—; se habló siempre de fe, se obró siempre por sólo el instinto... En el mundo cristiano de las ideas no se presenta nada que tanto desflore la realidad; por el contrario, en el odio instintivo contra toda realidad reconocemos el único elemento impelente en la raíz del cristianismo. ¿Qué es lo que se sigue de aquí? Se sigue que también in psychologicis el error es radical, o sea determinador de la esencia, o sea de la sustancia. Quítese aquí una sola idea, póngase en su puesto una sola realidad, y todo el cristianismo se precipita en la nada. Mirando desde lo alto, este hecho, insólito entre todos los hechos, una religión no sólo plagada de errores, sino sólo creadora de errores nocivos, que envenenan la vida y el corazón, y hasta genial en inventarlos, es un espectáculo para los dioses, para divinidades, que lo son también los filósofos, y que yo, por ejemplo, he hallado, en aquellos famosos diálogos de Naxos. En el momento en que la náusea abandona a estas divinidades (¡y nos abandona a nosotros!) se hacen agradecidas al espectáculo que ofrecen los cristianos; aquella miserable pequeña estrella que se llama Tierra, merece acaso únicamente en gracia a este curioso caso una mirada divina, un interés divino... Nosotros estimamos muy poco el cristianismo: el cristiano falso hasta la inocencia deja atrás a los monos; respecto de los cristianos, una conocida teoría de la descendencia es una pura amabilidad...

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El hecho del Evangelio se decide con la muerte, está suspendido de la Cruz... Precisamente la muerte, aquella muerte inesperada y vergonzosa, precisamente la cruz, que en general estaba reservada solamente a la canalla, sólo esta horrible paradoja puso a los discípulos frente al verdadero enigma: ¿quién era éste?, ¿qué era esto? El sentimiento sacudido y profundamente ofendido, la sospecha de que semejante muerte pudiera ser la refutación de su causa, el terrible signo de interrogación ¿por qué precisamente así?, este estado de ánimo se comprende harto fácilmente. Aquí todo debía ser necesario, tenía un sentido, una razón, una altísima razón, el amor de un discípulo no conoce el azar. Sólo entonces se abrió el abismo: ¿quién lo abrió?, ¿quién fue su enemigo natural? Esta pregunta fue lanzada como un relámpago.