Los cristianos han matado a Dios sin comprenderlo, y viven de esta muerte y del deseo de aniquilación. En su alma se pudre lentamente el cadáver de Dios. Han abrumado de reprobaciones todo lo que era fuerte y sano, violento y profundo: la pasión y el placer, el pensamiento, la libertad, el amor de la tierra, la ambición; lo han llamado mal, pecado, diablo. Si es lícito definir el ser corrompido como aquel que hace lo que es desventajoso, el cristianismo representa la corrupción esencial. Ha erigido en tipo ideal al hombre débil, la “bestezuela de rebaño”, al animal humano domesticado y enfermo, que practica sistemáticamente el autocastigo. El hombre sin pecado del cristianismo es el oprimido eterno con las virtudes que le convienen, ellas le dan esas pequeñas satisfacciones débiles que prolongan su esclavitud, pero que compensan su ausencia completa de vitalidad: la dulzura, la benignidad, la caridad. Para justificar esta moral de esclavos, los teólogos han construido un inmenso sistema de “piadosas mentiras”, de interpretaciones pérfidas. Se ha emponzoñado el corazón de los hombres con el resentimiento y la idea del pecado; y después se les ha explicado por el pecado original o actual su decadencia. Abominable círculo vicioso. Apenas si se elevan por encima de este odioso rebaño algunos tipos, odiosos ellos mismos, pero seleccionados y después de todo superiores: el prelado maquiavélico, el contemplativo, el santo.

La muerte de Dios es para el hombre un urgente requerimiento. Nietzsche no se presenta únicamente como un destructor. Comprueba la destrucción de todos los valores, el “nihilismo europeo”. Agotado, habiendo usado de la nada y precipitado en la nada a la vez lo mejor y lo peor de sí mismo —lo divino— el hombre moderno se encuentra ante esta nada. Religión, felicidad, fe, sabiduría, virtud, lógica y ciencia ya no tienen significación. El hombre moderno tiene un poder inmenso, una lucidez costosamente ganada. El agotamiento de la vida, la extinción de las posibilidades naturales han condicionado esta conciencia. El hombre actual ignora las inmensas posibilidades de su conciencia y se encuentra impotente y vacío. ¡Es necesario resucitar la grandeza perdida, pero transformándola, creándola de nuevo en lo sobrehumano y en lo divino!

El nihilismo europeo, la inquietud y la desesperación modernas son la gran purificación. Ha sido preciso utilizar la nada contra Dios y es preciso ahora atravesar esta nada y sobrepasarla. Nuestro universo es desértico, pues carece de dioses. El hombre está solo. Es necesario que se fije una nueva meta, una nueva jerarquía de lo que “vale”. El hombre tiene hoy que crear el sentido del mundo, que imponerlo por medio de un acto infinitamente creador, un acto divino.

La vida no tiene sentido exterior a ella. Ella es para sí misma su recompensa. Hasta aquí los hombres han montado un vasto escenario delirante: cubrían la vida con una máscara; bajo esta máscara representaban muy seriamente la comedia; creían hacer otra cosa que vivir; por ejemplo: obedecer a una providencia, ejecutar muy importantes prescripciones religiosas o morales. Estos valores han sido quizá muy útiles: se han hundido. Buscar un sentido a la vida, es ya despreciarla. El sentido de la existencia está en ella. ¡La realidad de la potencia está en su acto! El pensamiento buscaba en otro tiempo más allá de él lo que estaba en él. Tenemos que adquirir una conciencia nueva de nuestra conciencia y de nuestra existencia.

Momento decisivo.