Pero yo estaba en un lugar desde donde no pude venir antes. Su secretario, el señor Ferguson, no me dijo hasta esta mañana que él tenía cita con usted.

—¿Y usted es su administrador?

—Ya le he avisado que me despido. Dentro de un par de semanas me habré librado de esa maldita esclavitud. Un hombre duro, señor Holmes, duro con todo lo que le rodea. Esas beneficencias públicas son una pantalla para cubrir sus iniquidades privadas. Fue brutal con ella. Ella venía de los trópicos, era brasileña de nacimiento, como sin duda usted sabe.

—No, se me había escapado.

—Tropical por nacimiento y tropical por naturaleza. Hija del sol y de la pasión. Le había querido a él como pueden querer las mujeres así, pero cuando se marchitaron sus encantos físicos, que he oído decir que en otro tiempo fueron grandes, no hubo nada que le sujetara. Todos la queríamos y estábamos por ella, y le odiábamos a él por el modo como la trataba. Pero él es taimado y astuto. Eso es todo lo que tengo que decirle. No lo tome por lo que parece a simple vista. Hay algo más detrás de eso. Ahora me tengo que ir. ¡No, no me retenga! Él casi estará al llegar.

Con una asustada mirada al reloj, nuestro extraño visitante salió literalmente corriendo por la puerta y desapareció.

—¡Bueno! ¡Bueno! —dijo Holmes, tras un intervalo de silencio.

—El señor Gibson parece tener una casa muy leal. Pero el aviso es sutil, y ahora sólo podemos esperar a que aparezca el hombre en persona.

A la hora en punto oímos unos pesados pasos por las escaleras y se hizo entrar al cuarto el famoso millonario. Al mirarlo, comprendí no sólo los temores y el odio de su administrador, sino también los ataques que tantos rivales en los negocios habían acumulado sobre su cabeza. Si yo fuera escultor y quisiera dar con el modelo de hombre de negocios con éxito, nervios de hierro y conciencia de cuero, elegiría al señor Neil Gibson como modelo. Su figura alta, flaca y áspera sugería la rapacidad y el hambre. Un Abraham Lincoln trasladado a bajos usos daría cierta idea de ese hombre. Su cara podía estar cincelada en granito, dura, angulosa, inexorable, con profundas líneas, cicatrices de muchas penalidades. Unos fríos ojos grises, mirando con astucia bajo unas cejas erizadas, nos inspeccionaron sucesivamente. Se inclinó de modo rutinario cuando Holmes dijo mi nombre, y luego, con dominante aire de posesión, tendió una silla a mi compañero y se sentó con sus huesudas rodillas casi tocándose.

—Permítame empezar diciendo, señor Holmes —comenzó—, que el dinero en este caso no me importa nada. Lo puedo quemar si le sirve de algo para alumbrar la verdad. Esa mujer es inocente y esa mujer debe quedar absuelta, y a usted le toca conseguirlo. ¡Diga su cifra!

—Mis honorarios siguen una escala fija —dijo fríamente Holmes—. No lo varío, salvo cuando los perdono por completo.

—Bueno, si los dólares no significan nada para usted, piense en la reputación. Si arregla esto, todos los periódicos de Inglaterra y de América le trompetearán. Será el tema de conversación de todos los continentes.

—Gracias, señor Gibson.