No había arma alguna cerca de ella, Watson, ¡fíjese en eso! El crimen parece que se cometió ya entrada la noche, el cadáver lo encontró un guarda de caza hacia las once y lo examinaron la policía y un médico antes de llevarlo a la casa. ¿Está muy condensado o puede seguirlo claramente?
—Está muy claro, pero ¿por qué sospechar de la institutriz?
—Bueno, en primer lugar, hay algún indicio muy directo. Un revólver, con una cámara descargada y de un calibre que correspondía a la bala, se halló en el suelo de su guardarropa. —Sus ojos se quedaron fijos y repitió, fragmentando las palabras—: En-el-suelo-de-su-guardarropa. —Luego se quedó en silencio, y vi que se había puesto en marcha algún proceso de pensamiento que sería estúpido interrumpir. De repente, sobresaltado, volvió a emerger a una vida animada—. Sí, Watson, se encontró. Bastante condenatorio, ¿eh? Eso pensaron los dos primeros jurados. Además, la mujer muerta llevaba encima una nota dándole cita en ese mismo lugar y firmada por la institutriz. ¿Qué tal eso? Finalmente, está el motivo. El senador Gibson es una persona muy atractiva. Si muere su mujer, quién más probable que la suceda sino la señorita que ya, por todos los informes, había recibido apremiantes atenciones de su patrono. Amor, fortuna, poder, todo dependiendo de una vida de mediana edad. Feo, Watson, ¡muy feo!
—Sí, es verdad, Holmes.
—Y ella no puede presentar una coartada. Por el contrario, tuvo que admitir que había bajado cerca del puente de Thor, que fue el escenario de la tragedia, hacia esa hora. No lo podía negar, porque la había visto un aldeano que pasaba por allí.
—Eso realmente parece definitivo.
—¡Y sin embargo, Watson, sin embargo...! Ese puente, un solo ancho arco de piedra con balaustrada a los lados, hace pasar el camino sobre la parte más estrecha de una laguna larga, honda, rodeada de juncos. Lago de Thor, lo llaman. En la entrada del puente yacía muerta la mujer. Tales son los principales hechos. Pero, si no estoy equivocado, aquí está nuestro cliente, mucho antes de la hora.
Billy había abierto la puerta, pero el nombre que anunció era inesperado. El señor Marlon Bates nos era desconocido a los dos. Era un hombre pequeño, delgado y nervioso, de ojos asustados, y unas maneras convulsivas y vacilantes; un hombre de quien cualquier mirada profesional juzgaría que estaba al borde del hundimiento nervioso.
—Parece agitado, señor Bates —dijo Holmes—. Por favor, siéntese. Me temo que sólo puedo concederle un rato, pues tengo una cita a las once.
—Ya sé que la tiene —jadeó nuestro visitante, disparando frases breves como un hombre sin aliento—. Viene el señor Gibson. El señor Gibson es mi jefe. Soy administrador de su finca. Señor Holmes, es un canalla..., un canalla infernal.
—Un lenguaje fuerte, señor Bates.
—Tengo que ser enfático, señor Holmes, porque el tiempo es limitado. No querría que me encontrara aquí por nada del mundo. Ahora está a punto de llegar.
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