Su orgullo herido seguía mostrándose en sus ojos resentidos, pero su sentido común le había hecho ver que tenía que ceder para alcanzar su fin.

—Lo he estado pensando, señor Holmes, y creo que me he apresurado al tomar a mal sus observaciones. Usted tiene razón en llegar al fondo de los hechos, sean cuales sean, y le admiro por ello. Sin embargo, puedo asegurarle que las relaciones entre la señorita Dunbar y yo no tienen que ver realmente con el asunto.

—Eso tengo que ser yo quien lo decida, ¿no?

—Sí, supongo que así es. Es usted como un cirujano que quiere conocer todos los síntomas antes de dar el diagnóstico.

—Exactamente. Eso lo expresa bien. Y sólo un paciente que tenga algún objetivo al engañar a su médico le ocultaría la realidad de su caso.

—Puede ser, pero reconocerá usted, señor Holmes, que la mayor parte de los hombres se echarían un poco atrás si les preguntaran a quemarropa cuáles son sus relaciones con una mujer, si hay un sentimiento serio en el caso. Supongo que la mayor parte de los hombres tienen un pequeño reducto privado en algún rincón de sus almas donde no les gusta que entren intrusos. Y usted ha irrumpido bruscamente en él. Pero el objetivo le excusa, puesto que era el tratar de salvarla. Bueno, el juego está hecho, y la reserva, abierta, y puede explorar donde quiera. ¿Qué es lo que quiere?

—La verdad.

El Rey del Oro se detuvo un momento como quien ordena sus pensamientos. Su cara sombría y de hondos surcos se había vuelto aún más triste y más grave.

—Se la puedo decir en pocas palabras, señor Holmes —dijo por fin—. Hay cosas que son tan dolorosas como difíciles de decir, así que no iré más allá de lo necesario. Conocí a mi mujer cuando buscaba oro en Brasil. María Pinto era la hija de un funcionario del Gobierno en Manaos, y era muy hermosa. Ya era joven y ardiente en esos días, pero incluso ahora, mirando atrás con sangre más fría y ojos más críticos, veo que era extraordinaria y prodigiosa en su belleza. Tenía un carácter profundamente rico, también, apasionado, muy diferente de las americanas que he conocido. Bueno, para abreviar la larga historia, la quise y me casé con ella. Sólo cuando se pasó lo romántico, y duró años, me di cuenta de que no teníamos nada, absolutamente nada, en común. Mi amor se fue apagando. Si el de ella hubiera desaparecido, la cosa habría sido más fácil. Pero ¡ya sabe el curioso modo de ser de las mujeres! Hiciera lo que hiciera, nada podía apartarla de mí. Si he sido áspero con ella, o incluso brutal, como han dicho algunos, fue porque sabía que si pudiera matar su amor o convertirlo en odio, sería más fácil para los dos. Pero nada la cambió. Me adoraba en estos bosques ingleses como me había adorado hace veinte años en las orillas del Amazonas. Hiciera lo que hiciera, seguía tan apegada como siempre.

»Entonces apareció la señorita Grace Dunbar. Vino por un anuncio nuestro y fue la institutriz de nuestros dos hijos. Quizá haya visto usted su retrato en los periódicos. El mundo entero ha proclamado que es también una mujer muy bella. Bueno, yo no pretendo ser más moral que mis prójimos, y le confesaré que no podía vivir bajo el mismo techo con una mujer así y en contacto diario con ella sin sentir una consideración apasionada hacia ella.