¿Me censura usted, señor Holmes?

—No le censuro porque lo sintiera. Le censuraría si lo expresó, puesto que esa señorita estaba en cierto sentido bajo su protección.

—Bueno, quizá sea así —dijo el millonario, aunque por un momento el reproche había vuelto a hacer surgir en sus ojos el viejo fulgor colérico—. No pretendo ser mejor de lo que soy. Supongo que toda la vida he sido un hombre que echaba mano a lo que quería, y nunca he querido más que el amor y la posesión de esa mujer. Así se lo dije.

—Ah, ¿se lo dijo?

Holmes podía parecer temible cuando se emocionaba.

—Le dije que si pudiera casarme con ella lo haría, pero que eso no estaba a mi alcance. Le dije que el dinero no me importaba y que se haría todo lo que pudiera hacer para que ella estuviera feliz y a gusto.

—Muy generoso, por supuesto —dijo Holmes, con una mueca burlona.

—Mire usted, señor Holmes. Vine a verle por una cuestión de pruebas, no de moral. No le pido su crítica.

—Sólo en atención a esa señorita es por lo que cojo su caso —dijo Holmes severamente—. No sé de nada de lo que se la acusa que sea realmente peor que lo que usted mismo ha confesado: que ha tratado de echar a perder a una chica indefensa que estaba bajo su techo. A algunos de ustedes, los ricos, habría que enseñarles que no se puede sobornar a todo el mundo para que perdonen sus excesos.

Para mi sorpresa, el Rey del Oro recibió el reproche con ecuanimidad.

—Eso es lo que yo mismo pienso ahora. Gracias a Dios que mis planes no salieron como yo pretendía. Ella no quiso aceptar nada de eso, y quiso dejar la casa al momento.

—¿Por qué no lo hizo?

—Bueno, en primer lugar, otras personas dependían de ella, y no era fácil para ella echarlas a todas al sacrificar su modo de ganarse la vida. Cuando juré, como hice, que no la volvería a molestar, consintió en quedarse. Pero había otra razón. Ella conocía la influencia que tenía sobre mí, y que ésta era más fuerte que ninguna otra en el mundo. Ella quería usarla para bien.

—¿Cómo?

—Bueno, sabía algo de mis negocios. Son muy grandes, señor Holmes, más de lo que creería cualquier persona normal. Puedo elevar o destruir, y suele ocurrir que destruya. No sólo individuos. Eran comunidades, ciudades, incluso naciones. El negocio es un juego duro, y los débiles acaban contra la pared. Jugué el juego por todo lo que valía. Nunca chillé y nunca me importó que el otro chillara. Pero ella lo veía de otro modo. Creo que tenía razón. Creía y decía que una fortuna para un solo hombre, siendo más de lo que necesitaba, no debería construirse sobre diez mil hombres arruinados que quedaban sin medios de vida. Así es como lo veía, y creo que era capaz de ver más allá de los dólares, algo más duradero. Se dio cuenta de que yo hacía caso de lo que decía, y creyó que serviría al mundo influyendo en mis acciones. Así se quedó..., y entonces ocurrió esto.

—¿Puede usted arrojar alguna luz sobre ello?

El Rey del Oro se detuvo más de un minuto, con la cabeza entre las manos, perdido en profundos pensamientos.

—Está muy negro contra ella. No lo puedo negar.