Pero cuando está levantada, puedo ver la cabeza desde la acera de enfrente.

—Ya antes hemos hecho algo por el estilo.

—Fue antes de que yo me colocase aquí —dijo Billy.

Apartó las cortinas de la ventana y miró a la calle.

—Hay ciertos individuos que nos vigilan desde allí enfrente. Ahora mismo veo a uno en la ventana. Mire usted mismo.

Watson había dado ya un paso hacia delante, cuando se abrió la puerta del dormitorio, saliendo por ella la figura larga y delgada de Holmes; su rostro estaba pálido y seco, pero su andar y su porte estaban tan llenos de vida como siempre. De un solo salto10 llegó hasta la ventana, y volvió a correr la cortina.

—Así está mejor, Billy —dijo—. Muchacho, tu vida estaba en peligro; pero por el momento no puedo estar sin ti. Bien, Watson, da gusto verlo otra vez en su antigua residencia. Llega en un momento crítico.

—Eso estoy viendo.

—Billy, puedes retirarte. Este muchacho es un problema, Watson. ¿Hasta qué punto tengo derecho a permitir que corra peligros?

—¿Peligros de que, Holmes?

—De una muerte súbita. Esta noche espero algo.

—¿Y qué es lo que espera?

—Ser asesinado, Watson.

—¡Una broma suya, Holmes!

—Aunque mi sentido del humor es limitado, es muy capaz de bromas mejores que ésa. Pero, mientras llega el momento, podríamos pasarlo agradablemente, ¿verdad? ¿Nos está permitido el alcohol? El sifón y los cigarros se encuentran en su sitio de antaño. Quiero verlo en su sillón de siempre. Espero que no habrá aprendido a desdeñar mi pipa y mi lamentable calidad de tabaco. En estos días sustituye al alimento.

—¿Y por qué no come?

—Porque las facultades se afinan cuando se les hace pasar hambre. Seguramente que usted querido Watson, como médico que es, reconocerá que lo que la digestión nos hace ganar en aporte de sangre nos lo quita en capacidad cerebral. Yo soy un cerebro, Watson. Todo el resto de mi ser es un simple apéndice. Por consiguiente, es el cerebro al que yo tengo que atender.

—Pero ¿qué me dice de ese peligro, Holmes?

—Ah, sí; por si se convirtiese en realidad, no estaría de más que cargase su memoria con el nombre y la dirección del asesino. Podría comunicárselo a Scotland Yard, junto con la expresión de mi afecto y mi postrera bendición. Su nombre es Sylvius..., el conde Negretto Sylvius. ¡Anótelos, hombre, anótelos! Ciento treinta y seis Moonside Gardens. N.W. ¿Los tiene?

La honrada cara de Watson tenía gestos contradictorios y nerviosos de ansiedad. Demasiado conocía los inmensos riesgos con que cargaba Holmes, y sabía perfectamente que más bien habría en sus palabras cortedad que exageración. Watson era siempre hombre dispuesto a la acción, y en ese instante se mostró a la altura de las circunstancias.

—Holmes, cuente conmigo. No tengo nada que hacer durante un par de días.

—Veo que no mejora en su aspecto moral, Watson. Ahora ha sumado a los vicios que ya tenía el de decir pequeñas mentiras. Todo en usted está delatando al médico atareado, que tiene que atender consultas a toda hora del día.

—La cosa no llega a tanto. Pero ¿no puede hacer detener al individuo en cuestión?

—Podría hacerlo, Watson. Eso es lo que tanto le molesta a él.

—¿Y por qué no lo hace?

—Porque ignoro adónde se encuentra el diamante.

—Sí.