Desde que se casó, sólo había ido una vez al Molino Nuevo. Volví con motivo del nacimiento. Hélène estaba con su hija. Otra vez el invierno, monótona estación… En ningún sitio es tan cierto como aquí el proverbio oriental que dice que los días se arrastran y los años vuelan. Otra vez la oscuridad, que empieza a las tres, el vuelo de los cuervos, los caminos cubiertos de nieve y en cada casa, aislada de las demás, la vida, que parece encogerse para ofrecer al exterior la menor superficie posible, y las largas horas pasadas frente al fuego, sin hacer nada, sin leer, sin beber, sin siquiera soñar.

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Ayer, 1 de marzo, en una mañana soleada y con mucho viento, salí de casa a primera hora para ir a cobrar a Coudray. El viejo Declos me debe ocho mil francos por la compra del prado. En el pueblo me invitaron a unos vinos y me entretuve.

Cuando llegué a Coudray ya caía la tarde. Atravesé un bosquecillo.

Desde el camino, se veían sus jóvenes y tiernos árboles verdes, que separan Coudray del Molino Nuevo. El sol se ocultaba. La sombra de las ramas ya había oscurecido el suelo. Me gusta el silencio de nuestros bosques. Casi nunca ves a nadie. Por eso me sorprendió oír de pronto la voz de una mujer que llamaba a alguien, no muy lejos de mí. Era una llamada modulada sobre dos notas muy altas. Le respondió un silbido. La voz calló.

En ese momento, yo estaba cerca del estanque. Los bosques de mi tierra suelen contener extensiones de agua ocultas a la mirada, rodeadas de árboles y protegidas por cortinas de juncos. Yo las conozco todas. Cuando llega la temporada de caza, me paso la vida en sus orillas. Avanzaba muy despacio. El agua relucía y a su alrededor flotaba una vaga claridad, como la que difunde un espejo en una habitación a oscuras. Vi a un hombre y una mujer yendo el uno hacia el otro por el sendero flanqueado de juncos. No pude distinguir sus facciones; sólo sus siluetas (los dos eran altos y bien proporcionados) y que ella llevaba una chaqueta roja. Seguí mi camino. No me vieron. Se estaban besando.

Llegué a casa de Declos; estaba solo. Dormitaba en un gran sillón, junto a la ventana abierta. Cuando al fin abrió los ojos, soltó un profundo y malhumorado suspiro y me miró un buen rato sin reconocerme.

Le pregunté si se encontraba mal. Pero es un auténtico campesino; para él, la enfermedad es una vergüenza que hay que ocultar hasta el último momento, hasta las ansias de la agonía. Me contestó que se encontraba perfectamente, pero su tez amarillenta, los cercos violáceos alrededor de los párpados, los pliegues que formaba la ropa al flotar sobre su cuerpo, su ahogo, su debilidad, lo desmentían.