El instante en que vi a François por primera vez, en que nos miramos, todo lo que contenía ese instante… ¡Es terrible, es escalofriante, produce vértigo! Nuestro amor, nuestra separación, los tres años que pasó en Dakar, cuando yo estaba casada con otro y… todo lo demás, Sylvestre… Luego, la guerra, los niños… Cosas dulces y también cosas amargas… Su muerte, o la mía, y la desesperación del que se quede solo.
—Sí —dije—. Si supiéramos lo que recogeremos por adelantado, ¿quién sembraría su campo?
—Pues todos, Silvio, todos —aseguró ella llamándome por el nombre que ya casi nunca utilizaba—. La vida es eso, alegría y llanto. Todos queremos vivir, menos tú.
La miré sonriendo.
—¡Cuánto quieres a François!
—Lo quiero mucho —respondió simplemente.
En ese momento llamaron a la puerta de la cocina. Era un chico que el día anterior le había pedido prestado un jaulón para las gallinas a la criada y venía a devolverlo. A través de la ventanilla entreabierta, oí la aguda voz del niño:
—Ha habido un accidente cerca del estanque de Buire.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó la criada.
—Un coche que ha volcado en el camino y un herido que han llevado a Buire.
—¿Sabes cómo se llama?
—No, eso no lo sé —respondió el chico.
—Es François —dijo Hélène, palideciendo.
—¡Vamos, no seas absurda!
—Sé que es François.
—Si hubiera tenido un accidente, habría pedido que te llamaran.
—¿No lo conoces? Para no preocuparme y evitar que salga corriendo hacia Buire en plena noche, dirá que lo traigan aquí, aunque esté herido, aunque esté muriéndose.
—No encontrará ningún vehículo a estas horas y con esta nieve.
Hélène salió del comedor y fue al vestíbulo a buscar el abrigo y el chal. Yo sólo podía repetir:
—No seas absurda. Ni siquiera sabes si se trata de François. Además, ¿cómo piensas ir a Buire?
—Pues… andando, si no hay más remedio.
—¡Hay once kilómetros!
Ni siquiera respondió. Intenté conseguir un coche en casa de algún vecino, pero fue inútil. No teníamos suerte: uno estaba averiado y el otro, el del médico, ocupado por un enfermo al que había que operar esa misma noche en la ciudad. Con los caminos cubiertos de nieve, las bicicletas tampoco podían circular. No hubo más remedio que hacer el trayecto a pie. Hacía un frío terrible. Hélène caminaba deprisa y en silencio: estaba convencida de que François la esperaba en Buire. Yo no intenté desanimarla: no me cabía duda de que podía percibir a distancia la llamada de su marido accidentado. El amor conyugal tiene un poder sobrehumano. Como dice la Iglesia, es un gran misterio. No es lo único misterioso en el amor.
Por el camino, nos cruzamos con varios coches que circulaban muy despacio debido a la nieve. Hélène los escudriñaba con angustia y llamaba a su marido, pero no obtenía respuesta. No parecía cansada.
Avanzaba en la oscuridad sobre el barro helado, entre dos montículos de nieve, con gran seguridad, sin tropezar ni resbalar.
Yo me preguntaba qué cara pondría si al llegar a Buire no encontraba a François. Mas no se equivocaba. El coche accidentado cerca del estanque era el suyo. En la granja, acostado en una gran cama junto al fuego, François, con una pierna rota y ardiendo de fiebre, soltó un débil grito de alegría al vernos entrar:
—¡Hélène! Pero ¿a quién se le ocurre…? No deberíais haber venido… Iban a enganchar el carro para llevarme a casa. A quién se le ocurre… —repetía.
Pero, mientras Hélène le destapaba la pierna y empezaba a vendársela con cuidado, con movimientos suaves y hábiles (durante la guerra fue enfermera), vi que él le cogía la mano.
—Sabía que vendrías —murmuró—. Me dolía, y te llamaba.
• • •
François pasó todo el invierno en cama. Tenía la pierna fracturada en dos sitios, y hubo no sé qué complicaciones… Sólo lleva ocho días levantado.
Hemos tenido un verano bastante fresco y muy poca fruta. En nuestros campos, ninguna novedad. Mi prima Colette Dorin dio a luz el 20 de septiembre. Es un niño.
1 comment