Tiene el pelo negro, frente estrecha, dientes muy blancos, apretados y un tanto puntiagudos. Con él, había entrado en aquella habitación oscura el olor del bosque en primavera, un aroma áspero y penetrante, que hace que el pecho se me ensanche de felicidad y mis viejos huesos rejuvenezcan. Habría pasado la noche andando. Cuando me fui de Coudray, la idea de volver a casa se me hizo insoportable, así que me dirigí al Molino Nuevo, con la intención de quedarme a cenar. Atravesé el bosque, esta vez totalmente desierto, misterioso, agitado por el viento.

Estaba acercándome al río. Sólo había ido allí de día, cuando la rueda del molino está en marcha; produce un sonido poderoso y dulce que apacigua el corazón. Aquel silencio, en cambio, me pareció extraño y me produjo una especie de desasosiego. Aguzaba el oído sin querer, atento al menor ruido; pero no se oía más que el fragor de la corriente.

Crucé la pasarela, en la que de pronto te asalta el aroma frío del agua, de la oscuridad, de las hierbas húmedas; la noche era tan clara que veía blanquear las crestas de las pequeñas olas, rápidas y densas. En el primer piso había luz; Colette debía de estar esperando a su marido. Las maderas crujían bajo mis pies: me oyó llegar. La puerta del molino se abrió, y Colette echó a correr hacia mí, pero se detuvo a unos pasos y, con voz alterada, preguntó:

—Pero ¿quién es?

Dije mi nombre y añadí:

—¿Esperabas a Jean, no?

Colette no respondió. Se acercó lentamente y me ofreció la frente para que se la besara. Llevaba la cabeza descubierta y una bata fina, como si acabara de levantarse. Tenía la frente ardiendo y un aspecto tan extraño que me asaltó una sospecha.

—¿Te molesto? Iba a pedirte de cenar…

—No, no… encantada… —murmuró—. Es que no lo esperaba y… no me encuentro muy bien… Jean no está… He mandado a la criada a casa y me he tomado un vaso de leche en la cama.

A medida que hablaba, iba recobrando la calma, y acabó contándome una pequeña mentira muy plausible: tenía un poco de gripe. Si le tocaba las manos o la cara, vería que tenía fiebre; la criada estaba en el pueblo, en casa de su hija, y no volvería hasta la mañana siguiente.

Sentía mucho no poder ofrecerme una cena como Dios manda, pero si me conformaba con un par de huevos al plato y fruta… Sin embargo, no hacía ningún gesto para invitarme a entrar. Al contrario: me cerraba el paso con decisión y, cuando me acerqué un poco más, me di cuenta de que temblaba.

Me dio pena.

—Con dos huevos al plato no tengo bastante —le dije—. Me muero de hambre. Además, no quiero tenerte más rato en la pasarela. Hace un viento glacial. Vuelve a acostarte, hija. Ya pasaré otro día.

¿Qué otra cosa podía hacer? No soy ni su padre ni su marido. Y, para ser sincero, en mi juventud hice bastantes locuras como para mostrarme severo ahora. ¡Y qué hermosas locuras, las del amor!

Además, casi siempre se pagan tan caras que no hay que juzgarlas con mezquindad, ni en uno mismo ni en los demás. Sí, siempre se pagan, y a veces las más pequeñas al precio de las grandes. Da igual que te cuelguen por un borrego que por un cordero, como dice el proverbio. Desde luego, era una locura recibir a un hombre bajo el techo conyugal, pero, por otro lado, ¡qué placer, esa noche, en brazos del amante, mientras el río corre y el miedo a que te sorprendan te acelera el corazón! ¿A quién esperaría? «En Coudray, el viejo Declos me dará un vaso de vino y un trozo de queso —me dije—. Y si el galán ya no está, hay muchas probabilidades de que el amante sea él, tanto aquí como allí. Es un chico atractivo. Declos es viejo y a Jean, el pobre Jean, ya le apuntaban los cuernos la noche de bodas.