Hay quien nace así. No tiene remedio». Colette se empeñó en acompañarme hasta el lindero del bosque. De vez en cuando, tropezaba con una piedra y se agarraba a mi brazo. Le toqué la mano; la tenía helada.
—Anda, vuelve a casa —le dije—. O empeorarás.
—¿No está enfadado? —me preguntó y, sin esperar respuesta, añadió—: Cuando vea a mamá, no le diga nada. Pensaría que es algo grave y se preocuparía.
—Ni siquiera le diré que te he visto.
—¡Cuánto lo quiero, primo Silvio! —exclamó echándome los brazos al cuello—. Usted lo entiende todo.
Era casi una confesión, y sentí que mi deber era ponerla en guardia.
—Tu marido, tu hijo, tu casa… —empecé, pero Colette se apartó de un salto y, con una mezcla de rabia y dolor, exclamó:
—¡Lo sé, lo sé, lo sé todo! Pero no quiero a mi marido. Quiero a otro. ¡Déjenos tranquilos! Es asunto nuestro —añadió con esfuerzo, y se fue tan deprisa que no me dio tiempo a acabar la frase.
¡Extraña locura! El amor a los veinte años se parece a un acceso de fiebre, a un delirio. Cuando termina, cuesta recordar otros… El ardor de la sangre, que se apaga pronto… Ante aquella llamarada de sueños y deseos, qué viejo[1], qué frío, qué sensato me sentía…
En Coudray, llamé a la ventana del comedor y dije que me había perdido. El viejo, que sabe que vagabundeo por los bosques desde la infancia, no se atrevió a negarme una habitación. En cuanto a la cena, no me anduve con rodeos. Fui a la cocina y le pedí un plato de sopa a la cocinera. Me lo dio, con un buen trozo de queso y un pedazo de pan de propina. Volví para comérmelos junto al fuego. En la sala no había más luz que la de las llamas; ahorran electricidad.
Pregunté por Marc Ohnet.
—Se ha ido.
—¿Ha cenado con ustedes?
—Sí —gruñó el viejo.
—¿Lo ven a menudo?
Declos fingió no haberme oído. Su mujer tenía la labor en las manos, pero no cosía.
—No vayas a cansarte, ¡eh! —le gruñó el viejo.
—No puedo trabajar, no hay luz —murmuró ella, ausente, y se volvió hacia mí—. ¿No había nadie en el Molino Nuevo?
—No lo sé. No he llegado hasta allí. El bosque está tan oscuro que no he podido seguir. Me daba miedo caerme al estanque.
—Ah, pero ¿hay un estanque en el bosque? —dijo ella.
Al ver que la miraba, esbozó una media sonrisa con una mezcla de sorna e íntimo regocijo; luego, soltó la labor sobre la mesa y se quedó inmóvil, con las manos entrelazadas sobre las rodillas y la cabeza baja.
Entró la criada.
—He puesto sábanas en la cama del señor —me dijo. El viejo Declos parecía dormido; llevaba un buen rato sin hablar, sin moverse, con la boca abierta; las mejillas hundidas y la tez demacrada le daban un aspecto cadavérico—. He encendido la chimenea de su habitación; de noche refresca —continuó la criada, pero se interrumpió bruscamente.
Brigitte se había levantado y parecía muy alterada. La criada y yo la mirábamos sin comprender.
—¿No han oído nada? —preguntó al cabo de unos instantes.
—No. ¿Qué ocurre?
—No sé… Me ha parecido… Me habré equivocado… Me ha parecido oír un grito.
Me puse a escuchar, pero el silencio, casi angustioso, de nuestras noches campesinas era absoluto. Ni siquiera se oía viento.
—Yo no oigo nada —dije.
La criada se marchó. Yo no subí a acostarme; miré a Brigitte, que se había acercado a la chimenea, temblando. Ella sorprendió mi mirada.
—Sí, las noches son muy frías —dijo maquinalmente.
Extendió las manos como si quisiera calentárselas al fuego; luego, olvidándose de mi presencia, se tapó la cara con ellas. De pronto, se oyó chirriar la verja del jardín.
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