Después de estar en aquel salón helado, con aquella gente tan seria, no podéis imaginaros lo alegre y cautivadora que me pareció aquella niña. Mi madre me dijo quién era. En ese mismo instante decidí que me casaría con ella. Sí, chicos, reíos… En realidad no fue una decisión ni un deseo, sino una especie de visión. Me la imaginé unos años después, saliendo de la iglesia a mi lado, convertida en mi mujer. Ella no era feliz. Su padre era muy mayor y estaba enfermo; su madrastra no se ocupaba de ella. Me las arreglé para que mis padres la invitaran a casa. La ayudaba a hacer los deberes, le prestaba libros, organizaba picnics y pequeñas fiestas para ella, sólo para ella. La pobre no se daba cuenta de nada…

—¡Uy, qué no! —saltó Hélène, y bajo los cabellos grises sus ojos brillaron con malicia y su boca esbozó una sonrisa juvenil.

—Me fui a París para continuar mis estudios. No se pide en matrimonio a una chiquilla de trece años. Así que me marché diciéndome que volvería al cabo de cinco y conseguiría su mano. Pero a los diecisiete se casó; con un buen hombre, aunque mucho mayor que ella. Para escapar de su madrastra, se habría casado con quien fuera.

—Por entonces se había vuelto tan avara que mi hermanastra y yo no teníamos más que un par de guantes para las dos —explicó Hélène—. En teoría, nos los poníamos por turnos para ir de visita. Pero, de hecho, mi madrastra se las apañaba para castigarme cada vez que teníamos que salir, y era su hija quien se ponía los guantes, unos guantes de cabritilla muy bonitos. Me daban tanta envidia que la perspectiva de tener unos iguales pero míos, sólo míos, cuando me casara, me decidió a dar el sí al primer hombre que me pidió en matrimonio, aunque no me quería. Qué tontos somos de jóvenes…

—Para mí fue un golpe —dijo François—. Y cuando volví y vi a la joven encantadora, aunque un poco triste, en que se había convertido mi pequeña amiga, acabé de enamorarme. En cuanto a ella…

François se interrumpió.

—¡Se han puesto rojos! —exclamó Colette dando palmadas y señalando alternativamente a su padre y su madre—. ¡Venga, contadlo todo! El romance es de entonces, ¿no? Hablasteis, os entendisteis… Él volvió a irse, llorando a lágrima viva, porque tú no eras libre. Esperó sin dejar de serte fiel y, cuando te quedaste viuda, volvió y se casó contigo. Habéis vivido felices y habéis tenido muchos hijos.

—Sí, así es —dijo Hélène—. Pero hasta llegar a eso, ¡cuántos disgustos, cuántas lágrimas, Dios mío! ¡Qué imposible, qué difícil de arreglar parecía todo! Y qué lejos queda ahora… Cuando murió mi primer marido, vuestro padre estaba fuera. Yo creía que me había olvidado, que no volvería. Cuando eres joven, eres tan impaciente… Cada día que pasa y que has perdido para el amor es una tragedia. Pero al final volvió.

Fuera la oscuridad era total. Me levanté y cerré los grandes postigos de madera maciza, que en el silencio gimen lúgubremente. El ruido los sobresaltó, y Hélène dijo que era hora de volver a casa. Jean Dorin se levantó dócilmente y fue a buscar los abrigos de las mujeres a mi habitación.