Oí a Colette preguntar:
—¿Y qué ha sido de tu hermanastra, mamá?
—Murió, cariño. ¿Recuerdas que hace siete años tu padre y yo fuimos a un entierro en Coudray, en Niévre? Era la pobre Cécile.
—¿Era tan mala como su madre?
—¿Cécile? ¡No, pobrecita mía! No había mujer más buena y más generosa. Me quería mucho, y yo a ella. Fue una auténtica hermana para mí.
—Es raro que nunca viniera a vernos…
Su madre no respondió. Colette le hizo una última pregunta, que tampoco obtuvo respuesta. Al final, ante la insistencia de Colette, su madre murmuró:
—Hace tanto tiempo de eso…
De pronto su voz sonó extraña, alterada, lejana, como si hablara en sueños.
En ese momento, el novio volvió con los abrigos y nos pusimos en marcha.
Acompañé a mis primos hasta su casa. Viven a cuatro kilómetros de aquí, en una casa preciosa. Avanzábamos por un camino estrecho y lleno de barro, los chicos delante, con su padre, luego los novios y por último Hélène y yo.
Me hablaba de los dos jóvenes:
—Jean parece buen chico, ¿verdad? Se conocen desde hace mucho.
—Lo tienen todo para ser felices. Vivirán, como hemos vivido François y yo, una vida tranquila, sin sobresaltos, digna… Sobre todo, tranquila… sin vaivenes, sin disputas… ¿Tan difícil es ser feliz? Yo creo que el Molino Nuevo tiene algo que calma. Siempre he soñado con una casa junto al río, despertarme por la noche, bien calentita en mi cama, y oír el agua. Y pronto, un niño —añadió soñando en voz alta—. Dios mío, si a los veinte años supieras lo sencilla que es la vida…
Nos despedimos ante la verja de su jardín; se abrió con un agudo chirrido y volvió a cerrarse con un sonido grave, bajo, semejante al de un gong, tan grato al oído como un viejo borgoña al paladar. La fachada está cubierta por una espesa viña loca, que al menor soplo de viento se estremece e irisa, pero en esta época del año sólo quedan algunas hojas secas y la malla de alambre, que brillaba a la luz de la luna. Cuando mis primos entraron en casa, me quedé unos instantes en el camino con Jean Dorin, viendo cómo se iluminaban una tras otra las ventanas del salón y las habitaciones. Resplandecían en la noche con aquellas apacibles luces.
—Contamos con usted para la ceremonia, ¿verdad? —me preguntó el novio con un matiz de ansiedad.
—¡Cómo no! Hace más de diez años que no asisto a un banquete de boda —dije, y por mi mente desfilaron todos los convites a los que me había tocado asistir, esas largas comilonas de provincia, las caras rojas de los bebedores, los camareros contratados en la ciudad, con las sillas y el parquet para el baile, el helado en molde de los postres, el novio con los pies encogidos en los zapatos nuevos, y, sobre todo, la familia, los parientes, los amigos, los vecinos llegados de todos los rincones y recovecos de la comarca circundante, a veces perdidos de vista durante muchos años, que surgen de repente como corchos en la superficie del agua, trayendo a la memoria el recuerdo de peleas cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, de amores y odios extintos, de noviazgos rotos y olvidados, de historias de herencias y juicios…
El viejo Chapelain, que se casó con su cocinera; las dos señoritas Montrifaut, dos hermanas que llevan catorce años sin hablarse pese a vivir en la misma calle, porque un día una no le quiso prestar a la otra el barreño de hacer mermelada; el notario al que dejó la mujer para irse con un viajante a París y… Una boda en provincias… ¡Dios mío, qué reunión de fantasmas! En las grandes ciudades es más sencillo: o te ves o no te ves. Pero aquí… Corchos en el agua, como digo. ¡Plop!
De repente aparecen y, en los círculos que forman, ¡cuántos viejos recuerdos! Luego, vuelven a hundirse, y ¡hasta dentro de diez años!
Le silbé al perro, que nos había seguido, y me despedí del novio. Volví a casa.
Aquí se está bien. El fuego mengua. Cuando deja de jugar, de danzar, de agitar en todas direcciones sus resplandecientes llamas, sus mil chispas que se apagan sin luz, calor, ni provecho para nadie, cuando se limita a mantener caldeada la sala, entonces es cuando mejor se está.
Colette se casó el 30 de noviembre a mediodía. Un gran banquete seguido de baile congregó a la familia. Yo me fui a la mañana siguiente, por el bosque de Maie, cuyos caminos, en esta época del año, están cubiertos de una alfombra tan espesa de hojas y una capa tan profunda de barro que tienes la sensación de avanzar por un pantano. Se me había hecho tarde en casa de mis primos. Esperaba: quería ver bailar a alguien… El Molino Nuevo está cerca de Coudray, donde antaño vivía Cécile, la hermanastra de Hélène. Al morir, dejó Coudray a su heredera, su pupila, una niña a la que recogió y que ahora está casada. Se llama Brigitte Declos. Yo imaginaba que Coudray y el Molino Nuevo vivirían en buena vecindad y que vería aparecer a esa joven. Y, efectivamente, acudió a la cita.
Alta, muy atractiva y desenvuelta, irradia fuerza y salud. Tiene veinticuatro años, ojos verdes y pelo moreno. Llevaba un vestido negro corto.
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