Los puntos de vista demasiado generales y los objetos demasiado alejados están igualmente fuera de su alcance; cada individuo, no gustando de otro plan de gobierno que el que se refiere a su interés particular, percibe difícilmente las ventajas que debe sacar de las privaciones continuas que imponen las buenas leyes. Para que un pueblo que nace pueda apreciar las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón del Estado, sería preciso que el efecto pudiese convertirse en causa; que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presidiese a la institución misma, y que los hombres fuesen, antes de las leyes, lo que deben llegar a ser merced a ellas. Así pues, no pudiendo emplear el legislador ni la fuerza ni el razonamiento, es de necesidad que recurra a una autoridad de otro orden, que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer.
He aquí lo que obligó en todos los tiempos a los padres de la nación a recurrir a la intervención del cielo y a honrar a los dioses con su propia sabiduría, a fin de que los pueblos, sometidos a las leyes del Estado como a las de la Naturaleza, y reconociendo el mismo poder en la formación del hombre y en la de la ciudad, obedeciesen con libertad y llevasen dócilmente el yugo de la felicidad pública.
Esta razón sublime, que se eleva por encima del alcance de los hombres vulgares, es la que induce al legislador a atribuir las decisiones a los inmortales, para arrastrar por la autoridad divina a aquellos a quienes tío podría estremecer la prudencia humana[17]. Pero no corresponde a cualquier hombre hacer hablar a los dioses ni ser creído cuando se anuncie para ser su intérprete. La gran alma del legislador es el verdadero milagro, que debe probar su misión. Todo hombre puede grabar tablas de piedra, o comprar un oráculo, o fingir un comercio secreto con alguna divinidad, o amaestrar un pájaro para hablarle al oído, o encontrar medios groseros para imponer aquéllas a un pueblo. El que no sepa más que esto, podrá hasta reunir un ejército de insensatos; pero nunca fundará un imperio, y su extravagante obra perecerá en seguida con él. Vanos prestigios forman un vínculo pasajero; sólo la sapiencia puede hacerlo duradero. La ley judaica, siempre subsistente; la del hijo de Ismael, que desde hace diez siglos rige la mitad del mundo, pregona aún hoy a los grandes hombres que las han dictado; y mientras que la orgullosa filosofía o el ciego espíritu de partido no ven en ellos más que afortunados impostores, el verdadero político admira en sus instituciones este grande y poderoso genio que preside a las instituciones duraderas.
No es preciso deducir de todo esto, con Warburton[18], que la política y la religión tengan, entre nosotros, un objeto común, sino que en el origen de las naciones la una sirve de instrumento a la otra.
Capítulo VIII
Del pueblo
Lo mismo que un arquitecto antes de levantar un gran edificio observa y sondea el terreno para ver si puede soportar el peso de aquél, así el sabio legislador no comienza por redactar buenas leyes en sí mismas, sino que antes examina si el pueblo al cual las destina es adecuado para recibirlas. Ésta fue la razón por la cual Platón rehusó dar leyes a los arcadios y a los cirenienses, sabiendo que estos dos pueblos eran ricos y no podían sufrir la igualdad; he aquí el motivo de que se vieran en Creta buenas leyes y hombres malos, porque Minos no había disciplinado sino un pueblo lleno de vicios.
Mil naciones han florecido que nunca habrían podido tener buenas leyes, y aun las que las hubiesen podido soportar sólo hubiese sido durante breve tiempo. La mayor parte de los pueblos, como de los hombres, no son dóciles más que en su juventud: se hacen incorregibles al envejecer. Una vez que las costumbres están establecidas y los prejuicios arraigados, es una empresa peligrosa y vana el querer reformarlos: el pueblo no puede consentir que se toque a sus males para destruirlos de un modo semejante a esos enfermos estúpidos y sin valor que tiemblan a la vista del médico.
Lo mismo que ocurre con algunas enfermedades que trastornan la cabeza de los hombres y les borran el recuerdo del pasado, se encuentran algunas veces, en la vida de los Estados, épocas violentas en que las revoluciones obran sobre los pueblos como ciertas crisis sobre los individuos, en que el horror al pasado sustituye al olvido y en que el Estado, a su vez, oprimido por las guerras civiles, renace, por decirlo así, de sus cenizas y vuelve a adquirir el vigor de la juventud saliendo de los brazos de la muerte. Así acaeció en Esparta en tiempo de Licurgo; en Roma, después de los Tarquinos, y entre nosotros, en Holanda y Suiza, después de la expulsión de los tiranos.
Mas estos acontecimientos son raros, son excepciones, cuya razón se encuentra siempre en la constitución particular del Estado motivo de excepción. Ni siquiera podrían ocurrir dos veces en el mismo pueblo, puesto que puede hacerse libre mientras sólo sea bárbaro; mas no puede hacerlo una vez que se ha gastado el resorte civil. Entonces, las turbulencias pueden destruirlo, sin que las revoluciones puedan restablecerlo, y tan pronto como los hierros se rompen, se dispersa y ya no existe; a partir de este momento necesita un dominador y no un libertador. ¡Pueblos libres, acordaos de esta máxima: «Se puede adquirir la libertad, pero no se la puede recobrar jamás»!
La juventud no es la infancia. Hay para las naciones, como para los hombres, una época de juventud, o si se quiere, de madurez, a la que hay que esperar antes de someter a aquéllos a las leyes. Pero la madurez de un pueblo no siempre es fácil de reconocer, y si se anticipa la obra, fracasa. Tal pueblo es disciplinado desde que nace; tal otro lo es al cabo de diez siglos. Los rusos no serán nunca verdaderamente civilizados, porque lo han sido demasiado pronto. Pedro tenía el genio imitativo, el verdadero genio, el que crea y todo lo hace de la nada. Algunas de las cosas que hizo estaban bien; la mayor parte, fuera de lugar, Vio que su pueblo era bárbaro, no vio que no estaba maduro para la civilidad; quiso civilizarlo, cuando sólo era preciso hacerlo aguerrido; quiso, desde luego, hacer alemanes o ingleses, cuando era preciso comenzar por hacer rusos; impidió a sus súbditos llegar a ser nunca lo que podían ser persuadiéndoles de que eran lo que no son. Así es como un preceptor francés educa a su alumno, para brillar en el momento de su infancia y para no ser luego nada. El Imperio ruso querrá subyugar a Europa, y él será subyugado. Los tártaros, sus súbditos o sus vecinos, llegarán a ser sus dueños y los nuestros: esta revolución me parece infalible. Todos los reyes de Europa trabajan de consuno para acelerarla.
Capítulo IX
Continuación
Del mismo modo que la Naturaleza ha dado límites a la estatura de un hombre bien conformado, pasados los cuales no hace sino gigantes o enanos, ha tenido en cuenta, para la mejor constitución de un Estado, los límites de la extensión que puede alcanzar a fin de que no sea, ni demasiado grande para poder ser bien gobernado, ni demasiado pequeño para poderse sostener por sí mismo. Existe en todo cuerpo político un máximum de fuerzas que no puede sobrepasarse, del cual se aleja con frecuencia, a fuerza de ensancharse. Mientras más se extiende el vínculo social, más se afloja, y, en general, un Estado pequeño es proporcionalmente más fuerte que uno grande.
Mil razones demuestran esta máxima. Primeramente, la administración se hace más penosa con las grandes distancias, como un peso aumenta colocado al extremo de una palanca mayor. Es también más onerosa a medida que los grados se multiplican; porque cada ciudad tiene, primero, la suya, que el pueblo paga; cada distrito, la suya, también pagada por el pueblo; después, cada provincia; luego, los grandes gobiernos, las satrapías, los virreinatos, y es preciso pagar más caro a medida que se sube, y siempre a expensas del desgraciado pueblo.
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