Por Fin viene la administración suprema, que todo lo tritura. Con tantos recargos como agotan continuamente a los súbditos, lejos de estar mejor gobernados por todos estos diferentes órdenes, lo están mucho menos que si no hubiese más que uno solo por encima de ellos. Sin embargo, apenas quedan recursos para los casos extraordinarios, y cuando es preciso recurrir a ellos, el Estado está siempre en vísperas de su ruina.

No es esto todo; no solamente tiene menos vigor y celeridad el gobierno para hacer observar las leyes, impedir vejaciones, corregir abusos, prevenir empresas sediciosas que pueden realizarse en lugares alejados, sino que el pueblo siente menos afecto por sus jefes, a los cuales no ve nunca; a la patria, que es a sus ojos como el mundo, y a sus conciudadanos, de los cuales la mayor parte le son extraños. Las mismas leyes no pueden convenir a tantas provincias diversas, que tienen diferentes costumbres, que viven bajo climas opuestos y que no pueden soportar la misma forma de gobierno. Leyes diferentes no engendran sino turbulencia y confusión entre los pueblos que, al vivir bajo los mismos jefes, y en una comunicación continua, se relacionan y contraen matrimonio unos con otros, y sometidos a otras costumbres no saben nunca si su patrimonio es completamente propio. Las capacidades intelectuales no se aprovechan y los vicios quedan impunes en esta multitud de hombres, desconocidos unos de otros, que la organización administrativa suprema reúne en un mismo lugar. Los jefes, agotados por los negocios, no ven nada por sí mismos, y gobiernan al Estado sus delegados. Por último, las medidas que hay que tomar para mantener a la autoridad general, de la cual tantos empleados subalternos quieren sustraerse o imponerla, absorben todas las atenciones públicas; no queda nada para la felicidad del pueblo; apenas resta algo para su defensa en caso de necesidad, y así es como un cuerpo demasiado grande por su constitución se abate y perece aplastado bajo su propio peso.

Por otra parte, el Estado debe proporcionarse una cierta base para tener solidez, para resistir las sacudidas que no dejará de experimentar y los esfuerzos que se verá obligado a realizar para sostenerse; porque todos los pueblos tienen una especie de fuerza centrífuga, mediante la cual ellos obran unos sobre otros y tienden a agrandarse a expensas de sus vecinos, como los torbellinos de Descartes. Así, los débiles están expuestos a ser devorados en seguida, y apenas puede nadie conservarse sino poniéndose con todos en una especie de equilibrio, que hace el empuje aproximadamente igual en todos sentidos.

Se ve, pues, que hay razones así para extenderse como para reducirse. Y no es el menor talento del político encontrar entre unas y otras la solución más ventajosa para la conservación del Estado. Se puede decir, en general, que los primeros, no siendo sino exteriores y relativos, deben ser subordinados a los otros, que son internos y absolutos. Una sana y fuerte constitución es la primera cosa que es preciso buscar. Y se debe contar, más con el vigor que nace de un buen gobierno, que con los recursos que proporciona un gran territorio.

Por lo demás, se han visto Estados de tal modo establecidos que la necesidad de conquistar entraba en su misma constitución, y que para mantenerse se veían obligados a ensancharse sin cesar. Acaso se regocijasen demasiado por esta feliz necesidad, que les señalaba, sin embargo, con el término de su grandeza, el inevitable momento de su caída.

Capítulo X
Continuación

Se puede medir un cuerpo político de dos maneras, a saber: por la extensión del territorio y por el número de habitantes, y existe entre ambas medidas una relación conveniente para dar al Estado su verdadera extensión. Los hombres son los que hacen el Estado, y el territorio el que alimenta a los hombres. Esta relación consiste, pues, en que la tierra baste a la manutención de sus habitantes, y que haya tantos como la tierra pueda alimentar. En esta proporción es en la que se encuentra el máximun de fuerza de un número dado de pueblo; porque si hay terreno excesivo, su custodia es onerosa; su cultivo, insuficiente; su producto, superfluo; es la causa próxima de las guerras defensivas. Si no fuese el territorio bastante, el Estado se encuentra, con respecto al suplemento que necesita, a discreción de sus vecinos; es la causa próxima de las guerras ofensivas. Todo pueblo que, por su posición, no tiene otra alternativa que el comercio o la guerra, es débil en sí mismo; depende de sus vecinos; depende de los acontecimientos; no tiene nunca sino una existencia incierta y breve. Subyuga y cambia de situación o es subyugado y no es nada. No puede conservarse libre si no es a fuerza de insignificancia o de extensión.

No se puede dar en cálculo una relación fija entre la extensión de tierra y el número de hombres de modo que baste aquélla a éstos, tanto a causa de las diferencias que se encuentran en las cualidades del terreno, en sus grados de fertilidad, en la naturaleza de sus producciones, en la influencia de los climas, como por la que se observa en los temperamentos de los hombres que los habitan, de los cuales, unos consumen poco en un país fértil y otros mucho en un suelo ingrato. Es preciso, además, tener en cuenta la mayor o menor fecundidad de las mujeres: lo que puede haber en el país de más o menos favorable a la población; el número de habitantes que el legislador puede esperar llegue a alcanzar; de suerte que no debe fundar su juicio sobre lo que ve, sino lo que prevé, sin detenerse tanto en el estado actual de la población, cuanto en aquel a que, naturalmente, debe llegar. Finalmente, hay mil ocasiones en que los accidentes particulares del lugar exigen o permiten que se abarque más terreno del que parece necesario. Así, se extenderá uno mucho en un país montañoso, donde las producciones naturales, bosques y pastos, exigen menos trabajo; donde la experiencia enseña que las mujeres son más fecundas que en las llanuras, y donde un extenso suelo inclinado no da sino una pequeña base horizontal, la única con que es preciso contar la vegetación, Por el contrario, se puede uno ceñir a la orilla del mar aun en rocas y arenas casi estériles, porque la pesca puede suplir allí en gran parte las producciones de la tierra, porque los hombres deben estar más reunidos para rechazar a los piratas y porque se tiene más facilidad para librar al país, mediante las colonias, de los habitantes que le sobren.

A estas condiciones para instituir un pueblo es preciso añadir una que no puede sustituir a ninguna otra, pero sin la cual todas son inútiles: la de que se disfrute de abundancia y paz; porque la época en que se organiza un Estado es, como aquella en que se forma un batallón, el instante en que el cuerpo es menos capaz de resistencia y más fácil de destruir. Mejor se resistirá en un desorden absoluto que en un momento de fermentación, en que cada cual se ocupa de su puesto y no del peligro. Si tiene lugar en esta época de crisis una guerra, un estado de hambre, una sedición, el Estado será trastornado infaliblemente.

No es que no haya muchos gobiernos establecidos durante estas tempestades; pero estos mismos gobiernos son los que destruyen el Estado. Los usurpadores producen o eligen siempre estos tiempos de turbulencia para hacer pasar, a favor del terror público, leyes destructoras que el pueblo no adoptaría nunca a sangre fría. La elección del momento de la institución es uno de los caracteres más seguros mediante los cuales se puede distinguir la obra del legislador de la del tirano.

¿Qué pueblo es, pues, propio para la legislación? Aquel que, encontrándose ya ligado por alguna unión de origen, de interés o de convención, no ha llevado aún el verdadero yugo de las leyes; el que no tiene costumbres ni supersticiones muy arraigadas; el que no teme ser aniquilado por una invasión súbita; el que, sin mezclarse en las querellas de sus vecinos, puede resistir él solo a cada uno de ellos o servirse de uno para rechazar al otro; aquel en el cual cada miembro puede ser conocido por todos y en el que no se está obligado a cargar a un hombre con un fardo mayor de lo que es capaz de llevar, el que puede pasarse sin otros pueblos y del cual pueden, a su vez, éstos prescindir[19]; el que no es rico ni pobre y puede bastarse a sí mismo; en fin, el que reúne la consistencia de un antiguo pueblo con la docilidad de un pueblo nuevo. Lo que hace penosa la obra de la legislación es menos lo que se precisa establecer que lo que es necesario destruir, y lo que hace el éxito tan raro es la imposibilidad de encontrar la sencillez de la Naturaleza junto a las necesidades de la sociedad. Ciertamente que todas estas condiciones se encuentran difícilmente reunidas, y por ello se ven pocos Estados bien constituidos.

Hay aún en Europa un país capaz de legislación: la isla de Córcega.