Ganan, en cambio, la libertad civil que les hace dueños de sí mismos y les garantiza contra toda dependencia personal.
El contrato da origen a una persona colectiva, con voluntad propia; ésta es la voluntad general. Pero hay que guardarse de confundir la voluntad general con la voluntad de todos; la voluntad general no es igual a la suma de voluntades particulares ni es cuestión de votos. Lo que hace que la voluntad sea general es menos el número de votos que el interés común que les une.
Porque la voluntad general tiende a evitar los intereses particulares en conflicto y armonizarlos. Precisamente la Voluntad General tiene como finalidad socializar todos los intereses. Y así explica Rousseau: «quitad a esas mismas voluntades (particulares) el más y el menos que se destruyen mutuamente y queda, como suma de las diferencias, la Voluntad General».
Para Rousseau, la soberanía es atributo esencial del cuerpo social que surge del Pacto (el Estado) y no puede delegarse nunca. Como la soberanía se expresa por medio de la voluntad general al elaborar la ley, esto ha sido motivo de numerosas objeciones hechas a la teoría de Rousseau en este aspecto; en efecto, entra en contradicción con la doctrina de la «representación colectiva». Vaughan y Halbwachs han confundido la voluntad general con la representación colectiva de nuestro tiempo. Durkheim, sitúa el problema en su ámbito de trabajo, afirmando que hay oposición entre la concepción sociológica y la de Rousseau. Uno de los primeros estudiosos de Rousseau en nuestro tiempo, Robert Derahté, explica que si bien en la edad contemporánea el gobierno representativo no ha hecho sino evolucionar en el sentido de la democracia, la cuestión era muy distinta en el siglo XVIII cuando Rousseau escribía su CONTRATO SOCIAL: «los escritores y hombres políticos que en el siglo XVIII fueron promotores de la doctrina de la representatividad, temían a la democracia más que la deseaban y no se identificaban de ninguna manera con el principio de la soberanía del pueblo». «El CONTRATO SOCIAL —añade Derahté— contiene muy pocas alusiones a los tiempos modernos y se sirve de ejemplos de historia antigua». Recuerda también que «según confiesa el propio autor, el ideal formulado en el CONTRATO SOCIAL no pudo ya realizarse sino en pequeños Estados como la República de Ginebra o algunas ciudades libres de Alemania o de los Países Bajos». Es más, cuando Rousseau redactó sus Consideraciones sobre el Gobierno de Polonia (1772) escribió que en un gran Estado «el poder legislativo no puede actuar más que por diputación».
En el libro IV del CONTRATO SOCIAL (cap. II) explica Rousseau: «No hay más que una ley que por su naturaleza exija un consentimiento unánime: el pacto social […]. Fuera de este contrato primitivo la voz del mayor número obliga siempre a todos los demás: es una consecuencia del contrato mismo». El profesor Derahté interpreta el pensamiento de Rousseau diciendo que «si ciertas condiciones se han realizado (que no haya coaliciones en la Asamblea ni asociaciones parciales dentro del Estado) el criterio de la mayoría puede pasar como expresión de la voluntad general.
Es también motivo de reflexión el comentario que hace Rousseau en el capítulo II del libro IV al referirse a la unanimidad de sufragios: «Esto parece menos evidente cuando entran en su constitución (de la Asamblea) dos o más clases sociales, como en Roma los patricios y plebeyos […] pero esta excepción es más aparente que real, porque entonces, a causa del vicio inherente al cuerpo político, hay, por decirlo así, dos Estados en uno; lo que no es verdad de los dos juntos es verdad de cada uno separadamente».
Ciertamente, la teoría política de Rousseau carece de suficiente apoyatura sociológica; no parte de la realidad estructural contradictoria que tiene la sociedad civil; si bien distingue entre ésta y el Estado, no alcanza al hecho de que sólo una parte de la sociedad adquiere la hegemonía de los instrumentos decisorios. Rousseau crea, en cierto modo, una utopía política basada en la virtud. El pacto se basa en la virtud política, y, según se dice en el capítulo VIH, el paso del estado de naturaleza al estado civil tiene como consecuencia que los instintos sean sustituidos por una moral inspirada en la justicia. Ahí parece que Rousseau ha querido rectificar sus ideas de doce años atrás, en su laureado Discurso a la Academia de Dijon (9 de julio de 1750), cuando dice que la civilización ha hecho perder al hombre la virtud, tesis que se mantiene en lo esencial cinco años después en su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1755). Cuando madura el pensamiento de Jean-Jacques llega a la conclusión de que la virtud del hombre del estado de naturaleza es una especie de bondad negativa, basada en la ignorancia del bien y del mal; el paso al estado civil mediante el pacto social da lugar a una bondad y a una justicia positivas, en las que intervienen la conciencia de sentirse obligado a respetar la libertad y bienes de los demás y el que sean respetados los propios.
El mismo carácter utópico se observa en la idealización de los Estados pequeños a imagen del cantón de Ginebra, que siempre tiene Rousseau presente en su obra. Pero sería una visión unilateral, en la que no pocos han caído, la que nos llevase a suponer que Rousseau sólo admitía las formas de democracia directa. En el libro ni del CONTRATO SOCIAL manifiesta lo contrario, aunque siga pensando que «según se agranda el Estado disminuye la libertad». Por otra parte, la participación de todos los ciudadanos deseada por Rousseau se refiere a la expresión de la voluntad general estatuyendo sobre una materia u objeto también general y con carácter obligatorio para todos, es decir, a la elaboración de la ley.
Cuando Rousseau piensa en un pequeño Estado, se opone a las sociedades parciales dentro del mismo, a los partidos, etc. La historia sociopolítica ha demostrado durante dos siglos que el vacío entre el Poder y el individuo en un Estado moderno tiene que ser llenado por cuerpos intermedios si se quiere impedir el aniquilamiento de la personalidad humana. No era ése, desde luego, el propósito de Jean-Jacques quien, por otra parte, cuidó bien de añadir que «si una de esas asociaciones es tan grande que domina todas las demás […], el criterio que resulte dominante será un criterio particular».
Sabemos que el gran escollo de la construcción teórica de Rousseau reside en que la Soberanía no puede delegarse, y la elaboración de la ley es ejercicio de la soberanía. «Los diputados del pueblo —dice— no son, pues, ni pueden ser sus representantes; no son sino sus comisarios; no pueden concluir nada definitivamente. Toda ley que el pueblo en persona no haya ratificado, es nula, no es una ley. El pueblo inglés cree ser libre y se engaña; sólo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; en cuanto son elegidos, él es esclavo, ya no es nada».
La idea de Comisarios aplicada a la delegación ejecutiva se ha visto observada, pero sólo nominalmente, en ciertos momentos de la Revolución francesa y en la Revolución rusa. La necesidad de someter las leyes a referéndum figuró también en la Constitución francesa del Año I (1793), pero jamás se aplicó ese precepto.
No es la menor paradoja de la doctrina roussoniana el haber echado las bases de la legitimidad del Estado democrático y de su funcionamiento, por medio de la voluntad general, y haberse quedado en cambio a nivel de la idea de compromisario o mandatario sin llegar a la de representante.
Puede decirse que el concepto de representatividad, tal como se utiliza en el estado contemporáneo, no había sido descubierto en tiempo de Rousseau, por más que la práctica inglesa lo asemejase.
Por ejemplo, los procuradores en Cortes eran sólo mandatarios de sus ciudades. Pero si hoy nos parece superado, la voz de Rousseau puede servir de advertencia contra los excesos de la teoría de «representatividad nacional». Como es sabido, los teóricos de esta última sostienen que cada representante no representa a sus electores, sino a la nación entera; partiendo de ese primer supuesto, no pueden estar obligados por mandato, ya que «su función no es expresar una voluntad preexistente en el cuerpo nacional» (Burdeau).
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