El voto supone una transferencia al representante cuya voluntad se convierte en voluntad de la nación (lo que de ningún modo es cierto ya que será una parte alícuota de la voluntad nacional formada por la suma algebraica de voluntades de los representantes).
Modernamente, los diferentes proyectos de control por los electores de la función parlamentaria, las constantes referencias a programas concretos a partir de los cuales son elegidos los representantes, demuestran una vinculación real entre electores y elegidos (además de las sesiones de «explicación de mandato electoral», relaciones del elegido con comisiones y cuerpos profesionales de su circunscripción, etc.), ponen de manifiesto que la doctrina de la «representación nacional» no pasa tampoco de ser una «hipótesis de trabajo», que se hacía necesaria para justificar teóricamente el funcionamiento de los cuerpos legislativos modernos.
En todo caso, el concepto del Estado y de sus límites que nos dejó Rousseau sigue teniendo, como decíamos antes, una palpitante actualidad. Porque si estableció la supremacía del soberano, también creó sus límites. Cuando en la segunda mitad del siglo xx, los progresos de la técnica y de la información concentran en el «Leviatán» de nuestros días un poderío con frecuencia inquietante para la persona humana, el problema de los límites, como el de las libertades, es un asunto de primer plano.
El poder soberano del cuerpo político está limitado por las propias convenciones del pacto social, de suerte que, por ejemplo, el cuerpo político soberano no puede obligar o cargar más a un súbdito-ciudadano que a otro; la voluntad general no puede aplicarse al mundo particular de las personas individuales, porque dejaría de ser general. La ley viene a ser la primera garantía; naturalmente, se parte de que no haya confusión entre la función soberana de proclamar la ley y la función de ejecutarla que compete, según Rousseau y los politistas clásicos, al Gobierno. «Para ser legítimo —dice en una nota— el Gobierno no tiene que confundirse con el soberano, sino ser su ministro».
La ley no es ni puede ser inmutable; las sociedades cambian, las circunstancias en que viven también. Si las leyes son para Montesquieu «relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas», Rousseau estima que «un pueblo es siempre, en todo momento, dueño de cambiar sus leyes, incluso las mejores» (libro II, cap. XII); ambas concepciones pueden equilibrarse, puesto que a fin de cuentas se trata de que la ley sea para el hombre y no el hombre para la ley; lo importante, lo que garantiza el bien de la comunidad, es que la norma obligatoria sea una ley, es decir, expresión de la voluntad general. Sólo entonces puede decirse, según Rousseau, que gobierna el interés público. Para precisar esa idea llama república a todo estado regido por leyes, cualquiera que pueda ser su forma de administración; en ese sentido roussoniano una monarquía puede ser república.
Vemos, pues, que la cuestión de la legitimidad democrática se plantea de nuevo y vigorosamente por Rousseau en el primer capítulo del libro III del CONTRATO. Su definición de gobierno es del mayor interés: «Llamo, pues, gobierno o suprema administración al ejercicio legítimo del poder ejecutivo, y príncipe o magistrado al hombre o cuerpo encargado de esta administración».
No ignora Rousseau la predisposición de Ejecutivo a atribuirse potestades del cuerpo político soberano. Como oportunamente ha señalado Halbwachs, es fundamental en el libro III del CONTRATO SOCIAL el estudio de «la tendencia natural que tiene el gobierno a usurpar atribuciones al soberano». La significación que puede tener la monarquía dentro de la doctrina democrática de la voluntad general no deja de ser sugestiva e incluso es premonitoria respecto a una serie de monarquías de nuestro tiempo, como son las escandinavas, la belga, la holandesa y hoy la española (aparte del vasto tema de la monarquía de la British Commonwealth, que dejamos voluntariamente de lado). La fuente legítima del poder está en todos esos casos en la soberanía popular, y el monarca gobierna por delegación. Sin suda, la mecánica no es exactamente la misma que la de las llamadas monarquías parlamentarias en las cuales los decretos del monarca tienen que ir refrendados por un ministro, pero las consecuencias son las mismas; incluso en el «doctrinarismo» decimonónico (desde Guizot hasta Alonso Martínez y Cánovas del Castillo).
Más sugestivas aparecen algunas interpretaciones de la voluntad general —a las que hemos hecho alusión— expresadas en el último decenio de nuestro siglo —en los ochenta quiero decir—, a saber: la de Alexis Philonenko en el tomo III de su obra Jean-Jacques Rousseau et la pensée du malheur (Vrin, 1984), que estima que la idea de voluntad general se apoya en una rigurosa base matemática, la del cálculo infinitesimal, tal como éste se desarrolló en el siglo XVIII tras los trabajos de Leibniz que, al parecer, fueron conocidos por Rousseau. Otros politistas, Luc Ferry y Alain Renaut, en su obra Philosophie politique, III. Des droits de l'homme a l'idée républicaine (París, 1985) han afirmado que la voluntad general no es el resultado de un simple recuento auténtico de las voluntades particulares, sino una verdadera integral en el sentido matemático.
Sea como fuere resulta evidente que la idea de Voluntad General de Rousseau estaba inserta en un modelo moralizante con gran carga de utopía y suponía una sociedad que no estuviese escindida en grupos con intereses antagónicos; en su proyecto de organización social ésta se movía a impulsos de la cooperación y la solidaridad y no de la lucha y la competencia.
El problema práctico que se le presentó era de cómo a partir de una sociedad ya corrompida por el egoísmo, la Ley podría ser expresión de la voluntad general.
En todo caso, Rousseau era consciente de las grandes dificultades que suponía la aplicación empírica de su modelo: «el pueblo de por sí quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve. La Voluntad General es siempre recta, mas el juicio que la guía no siempre es claro».
Y a veces parece ganado por el desaliento: «Para descubrir las mejores reglas de sociedad que convienen a las naciones —escribe en el CONTRATO—, sería precisa una inteligencia superior que viese todas las pasiones de los hombres y que no experimentase ninguna».
En el capítulo VII del libro II, al tratar del Legislador, dice Rousseau que «para instituir hay que sentirse en estado de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana, de transformar a cada individuo». En resumen, opta por la vía pedagógica o modelo educativo, como muchos pensadores sociales lo han hecho después.
La aportación roussoniana cobra nuevos valores en la sociedad de nuestro tiempo. No solamente por las razones ya aducidas; hay más. En primer lugar está el tema de las libertades y la difícil ecuación de libertad c igualdad. Rousseau se refería tan sólo a la igualdad jurídicoformal, la de todos los hombres ante la ley. Digamos de antemano que ya no es parva cosa, y que su vigencia es un supuesto previo de cualquier otra igualdad. Pero, además, hay que leer todo Rousseau, y saber que también dice aquello de que «ningún ciudadano sea tan opulento para poder comprar a otro, y que ninguno sea tan pobre para estar obligado a venderse». Y en una nota dice que para que un Estado tenga consistencia «no hay que sufrir ni personas opulentas ni miserables».
Rousseau concibe todavía un Estado pequeño formado esencialmente por agricultores (el impacto fisiocrático en él es bastante neto), artesanos y pequeños comerciantes. Escribía en una época esencialmente precapitalista, que no había conocido todavía la revolución industrial. Por consiguiente, su manera de enfocar la cuestión de la propiedad, se centra sobre la propiedad de bienes de uso adquirida con el trabajo personal, y en modo alguno entra en línea de cuenta el tema, sin embargo clave, de la propiedad de medios de producción.
Se ha repetido mil veces que el derecho de propiedad figura en primer plano de la Declaración de 1789 y que ello refleja el carácter burgués de la Revolución francesa. Sin duda, el CONTRATO SOCIAL legitima el derecho de propiedad, cambia la simple tenencia, el derecho del primer ocupante, etc., en la figura jurídica de propiedad. Pero sería erróneo confundir el pensamiento de Rousseau con el de los ideólogos, más o menos ocasionales, de la burguesía que accede al poder en Francia a fines del siglo XVIII. La Declaración de 1789 sitúa en primer plano la libertad y la propiedad como derechos naturales. En la Declaración de 1793 (mucho más roussoniana) se insiste preferentemente en la igualdad y se dice que «cada ciudadano tiene igual derecho a concurrir a la formación de la ley y al nombramiento de sus mandatarios».
1 comment