La Constitución del Año I (1793) es la que sigue más fielmente la teoría del Estado del CONTRATO SOCIAL; es ella la que establece el sufragio universal directo y el refrendo necesario de las asambleas primarias sin cuyo acuerdo las leyes votadas por el Cuerpo legislativo no tienen completa validez; y es ella quien concibe el Ejecutivo como agente delegado de la asamblea.
Conviene recordar que si en el CONTRATO dice Rousseau ignorar cómo se ha operado históricamente el paso del estado de naturaleza al estado civil, siete años antes, en su Discurso sobre el origen de la desigualdad… ha esbozado un hipotético esquema de cómo se ha producido ese cambio. Y allí se fundamenta históricamente la formación del estado civil en la necesidad de afirmar la propiedad, transformándola en norma de derecho: «El primero que habiendo cercado un terreno se ocupó de decir esto es mío, y encontró gentes lo bastante simples para creerlo, fue el verdadero fundador de la sociedad civil». Esta idea, que por otra parte tiene un relativo precedente en los Pensamientos de Pascal, es ampliamente desarrollada. Y el Discurso concluye que si la desigualdad apenas existía en el estado de naturaleza «[…] se hace por fin estable y legítima mediante el establecimiento de la propiedad y de las leyes».
Sabemos que esa visión pesimista es la que intentó superar Rousseau escribiendo el CONTRATO SOCIAL. Para ello renuncia a la explicación histórica y opta por la política y moral. Pero tiene siempre conciencia de que la igualdad jurídica no lo es todo; recordemos una nota suya al capítulo IX del libro I donde dice: «Bajo los malos gobiernos esta igualdad es exclusivamente aparente e ilusoria; sólo sirve para mantener al pobre en su miseria y al rico en su usurpación. De hecho, las leyes son siempre útiles para los que poseen algo y perjudiciales para los que no tienen nada». Quiere decir, como se desprende en el contexto, que son útiles a aquellos que más poseen, que poseen demasiado. Así, Rousseau no podrá ser nunca el ideólogo de la «democracia» censataria El estricto liberalismo, para el que el Estado no es sino la garantía de los derechos de libertad y de propiedad anteriores al pacto social —anclados en una concepción estrictamente iusnaturalista— está representado por Locke. Pero con razón se ha dicho que Rousseau (al contrario de su interpretación por los liberales decimonónicos) representa un punto de ruptura en la concepción clásica iusnaturalista.
Esta reinterpretación roussoniana —que debe mucho a los italianos Humberto Cerroni y Galvano Della Volpe— es otra de las razones que reactualizan la obra de Jean-Jacques. Según este punto de vista, Rousseau abre en cierto modo la crisis del iusnaturalismo, puesto que no concede el primado a unos derechos individuales anteriores al pacto, sino a la creación de una nueva asociación política orgánica, de la que van a partir los nuevos derechos que se tienen no como individuos en sí, sino como miembros de la comunidad. El tema central de Rousseau no es la garantía de esos derechos, sino el ejercicio directo y continuado de la soberanía popular. Lo que Rousseau ha captado como esencia es la realidad del consenso confirmado posterior y cotidianamente, que es razón y soporte de la sociedad civil. En palabras de Cerroni, «en Rousseau la soberanía profundiza en sus raíces políticas afrontando la construcción no ya de un estado custodio de los derechos individuales, sino la de un Estado que realiza la comunidad popular, la de un yo común». «No se trata para Rousseau de garantizar la esfera individual como tal por medio del Estado (con lo cual Cerroni se opone a su compatriota Del Vecchio, que sólo veía esa función en el pacto social), sino de resolver la individualidad y el carácter privado en una comunidad pública en la que todos actúan como iguales, articulada por la directa participación de los individuos».
Rousseau escribe a mediados del siglo XVIII en una encrucijada decisiva de la historia del mundo. Si por una parte está inevitablemente condicionado por él, por otra va y ve más allá que los ideólogos de una burguesía —sobre todo comercial y de negocios— ante todo apetente del poder, que se presenta entonces como clase hegemónica nacional. De ahí sus contradicciones; por un lado, la preocupación, cara al Derecho natural, de que el individuo, aun después del pacto, no obedezca sino a sí mismo (lo que no deja de ser una ficción jurídica y moralista); por otra, la consecuencia a que se llega de crear un cuerpo nuevo, del que emana la soberanía y, por consiguiente, los derechos de la persona como miembro de la comunidad, como partícipe en la formación de la voluntad general.
Rousseau llega a captar la contradicción política del mundo moderno y contemporáneo, el problema de la conjunción de igualdad y libertad (ésta no existe sin aquélla), el de la fundamentación de las decisiones del cuerpo político, en suma, la legitimidad democrática mediante el consenso, y esto con un criterio de participación activa. En cambio, la contradicción realsociológica, no llegó a ser enteramente captada por él, el gran tema de cómo la contradicción política no puede desglosarse, en su aspecto funcional, de la contradicción socioreal. De ahí su tendencia al utopismo moralizante; tendencia que no es unívoca y que se contradice no sólo en el Discurso sobre el origen de la desigualdad…, sino también en numerosos pasajes del CONTRATO: el grave riesgo que la desigualdad económica supone para la comunidad política (visto en la óptica eticista, de ricos y pobres, más que en la científica de relaciones de producción), el total escepticismo sobre la verdadera democracia (libro III, cap. IV), donde llega a decir que «si hubiese un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Mas un gobierno tan perfecto no es propio para los hombres». ¿Qué significa esto? Significa, a mi entender, que Rousseau es menos utópico de lo que pudiera creerse tras una lectura superficial. Ese capítulo es un grito de desesperación al reconocer que la mecánica política exige el establecimiento de numerosas funciones delegadas, lo que a la postre supone un cambio en la administración; que el equipo más restringido que resuelve los asuntos (lo que nosotros llamaríamos «ejercicio cotidiano del poder») acaba naturalmente por tener más autoridad (formación de la élite del personal político). Rousseau tenía la suficiente lucidez para entrever los peligros; pero si reconoce que la democracia no es perfecta, eso no invalida las bases de la legitimidad democrática, con todas las imperfecciones que pueda tener.
Pero no sabríamos cerrar este prefacio sin una referencia a las críticas más contemporáneas recibidas por el CONTRATO SOCIAL y las ideas roussonianas. Dejamos de lado, para no prolongar en exceso estas líneas, las críticas de los adversarios de la Revolución francesa que escriben bajo el impacto de ésta y se obstinan en vincular literalmente la obra de Rousseau con los avatares de la Revolución: se trata de Burke, de Bonald y de tantos otros ideólogos de la Restauración. Nos referimos a otro género de politistas que han abundado después de la segunda guerra mundial. El más renombrado ha sido el norteamericano de origen israelí J. L. Talmon, que en 1952 ha presentado su obra The Origins of totalitarian democracy suscitando el tema acariciado por algunos de trazar una línea ininterrumpida que iría desde la Voluntad General del CONTRATO SOCIAL que significaría el aplastamiento de las voluntades individuales, hasta nuestros días. Esta tesis ha gozado de cierta audiencia entre los partidarios de reducir la Revolución francesa a unos simples episodios sin significación social, destacando de ella tan sólo el Terror que, con evidente arbitrariedad, ponen en línea por un lado con Rousseau y por otro con el «gulag» ruso que así se ven sorpresivamente emparentados.
Dejando de un lado lo que esas interpretaciones «fin de siglo» puedan tener de superficial, no es menos cierto que la confusión entre Rousseau y sus posibles epígonos de siglos después parece muy forzada.
Eminentes historiadores y politistas se han ocupado de este debate: así el profesor Jean Touchard en su célebre Histoire des idées politiques (1961) recuerda las palabras de Juan Jacobo: «Un pueblo libre obedece, pero no sirve; tiene jefes, pero no amos; obedece a las leyes, pero no obedece más que a las leyes; y es por la fuerza de las leyes por lo que no obedece a los hombres».
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