Esta persona pública que así se forma, por la unión de todos los demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad[6] y toma ahora el de república o de cuerpo político, que es llamado por sus miembros Estado, cuando es pasivo; soberano, cuando es activo; poder, al compararlo a sus semejantes; respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se llaman en particular ciudadanos, en cuanto son participantes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden frecuentemente y se toman unos por otros; basta con saberlos distinguir cuando se emplean en toda su precisión.
Capítulo VII
Del soberano
Se ve por esta fórmula que el acto de asociación encierra un compromiso recíproco del público con los particulares, y que cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo mismo, se encuentra comprometido bajo una doble relación, a saber: como miembro del soberano, respecto a los particulares, y como miembro del Estado, respecto al soberano. Mas no puede aplicarse aquí la máxima del derecho civil de que nadie se atiene a los compromisos contraídos consigo mismo; porque hay mucha diferencia entre obligarse con uno mismo o con un todo de que se forma parte.
Es preciso hacer ver, además, que la deliberación pública, que puede obligar a todos los súbditos respecto al soberano, a causa de las dos diferentes relaciones bajo las cuales cada uno de ellos es considerado, no puede por la razón contraria obligar al soberano para con él mismo, y, por tanto, que es contrario a la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no puede infringir. No siéndole dable considerarse más que bajo una sola y misma relación, se encuentra en el caso de un particular que contrata consigo mismo; de donde se ve que no hay ni puede haber ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato social. Lo que no significa que este cuerpo no pueda comprometerse por completo con respecto a otro, en lo que no derogue este contrato; porque, en lo que respecta al extranjero, es un simple ser, un individuo.
Pero el cuerpo político o el soberano, no derivando su ser sino de la santidad del contrato, no puede nunca obligarse, ni aun respecto a otro, a nada que derogue este acto primitivo, como el de enajenar alguna parte de sí mismo o someterse a otro soberano. Violar el acto por el cual existe sería aniquilarlo, y lo que no es nada no produce nada.
Tan pronto como esta multitud se ha reunido así en un cuerpo, no se puede ofender a uno de los miembros ni atacar al cuerpo, ni menos aún ofender al cuerpo sin que los miembros se resistan. Por tanto, el deber, el interés, obligan igualmente a las dos partes contratantes a ayudarse mutuamente, y los mismos hombres deben procurar reunir bajo esta doble relación todas las ventajas que dependan de ella.
Ahora bien; no estando formado el soberano sino por los particulares que lo componen, no hay ni puede haber interés contrario al suyo; por consiguiente, el poder soberano no tiene ninguna necesidad de garantía con respecto a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros, y ahora veremos cómo no puede perjudicar a ninguno en particular. El soberano, sólo por ser lo que es, es siempre lo que debe ser.
Mas no ocurre lo propio con los súbditos respecto al soberano, de cuyos compromisos, a pesar del interés común, nada respondería si no encontrase medios de asegurarse de su fidelidad.
En efecto; cada individuo puede como hombre tener una voluntad particular contraria o disconforme con la voluntad general que tiene como ciudadano; su interés particular puede hablarle de un modo completamente distinto de como lo hace el interés común; su existencia, absoluta y naturalmente independiente, le puede llevar a considerar lo que debe a la causa común, como una contribución gratuita, cuya pérdida será menos perjudicial a los demás que oneroso es para él el pago, y considerando la persona moral que constituye el Estado como un ser de razón, ya que no es un hombre, gozaría de los derechos del ciudadano sin querer llenar los deberes del súbdito, injusticia cuyo progreso causaría la ruina del cuerpo político.
Por tanto, a fin de que este pacto social no sea una vana fórmula, encierra tácitamente este compromiso: que sólo por sí puede dar fuerza a los demás, y que quienquiera se niegue a obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo. Esto no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre, pues es tal la condición, que dándose cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal; condición que constituye el artificio y el juego de la máquina política y que es la única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales sin esto serían absurdos, tiránicos y estarían sujetos a los más enormes abusos.
Capítulo VIII
Del estado civil
Este tránsito del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, al sustituir en su conducta la justicia al instinto y al dar a sus acciones la moralidad que antes le faltaba. Sólo cuando ocupa la voz del deber el lugar del impulso físico y el derecho el del apetito es cuando el hombre, que hasta entonces no había mirado más que a sí mismo, se ve obligado a obrar según otros principios y a consultar su razón antes de escuchar sus inclinaciones. Aunque se prive en este estado de muchas ventajas que le brinda la Naturaleza, alcanza otra tan grande al ejercitarse y desarrollarse sus facultades, al extenderse sus ideas, al ennoblecerse sus sentimientos; se eleva su alma entera a tal punto, que si el abuso de esta nueva condición no lo colocase frecuentemente por bajo de aquella de que procede, debería bendecir sin cesar el feliz instante que le arrancó para siempre de ella, y que de un animal estúpido y limitado hizo un ser inteligente y un hombre.
Reduzcamos todo esto balance a términos fáciles de comparar: lo que el hombre pierde por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le apetece y puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no equivocarse en estas complicaciones es preciso distinguir la libertad natural, que no tiene más límite que las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada por la voluntad general, y la posesión, que no es sino el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante, de la propiedad, que no puede fundarse sino sobre un título positivo.
Según lo que precede, se podría agregar a lo adquirido por el estado civil la libertad moral, la única que verdaderamente hace al hombre dueño de sí mismo, porque el impulso exclusivo del apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que se ha prescrito es la libertad; mas ya he dicho demasiado sobre este particular y sobre el sentido filosófico de la palabra libertad, que no es aquí mi tema.
Capítulo IX
Del dominio real
Cada miembro de la comunidad se da a ella en el momento en que se forma tal como se encuentra actualmente; se entrega él con sus fuerzas, de las cuales forman parte los bienes que posee. No es que por este acto cambie la posesión de naturaleza al cambiar de mano y advenga propiedad en las del soberano; sino que, como las fuerzas de la ciudad son incomparablemente mayores que las de un particular, la posesión pública es también, de hecho, más fuerte y más irrevocable, sin ser más legítima, al menos para los extraños; porque el Estado, con respecto a sus miembros, es dueño de todos sus bienes por el contrato social, el cual, en el Estado, es la base a todos los derechos; pero no lo es frente a las demás potencias sino por el derecho de primer ocupante, que corresponde a los particulares.
El derecho de primer ocupante, aunque más real que el del más fuerte, no adviene un verdadero derecho sino después del establecimiento del de propiedad. Todo hombre tiene, naturalmente, derecho a todo aquello que le es necesario; mas el acto positivo que le hace propietario de algún bien lo excluye de todo lo demás. Tomada su parte, debe limitarse a ella, y no tiene ya ningún derecho en la comunidad. He aquí por qué el derecho del primer ocupante, tan débil en el estado de naturaleza, es respetable para todo hombre civil. Se respeta menos en este derecho lo que es de otro que lo que no es de uno mismo.
En general, para autorizar sobre cualquier porción de terreno el derecho del primer ocupante son precisas las condiciones siguientes: primera, que este territorio no esté aún habitado por nadie; segunda, que no se ocupe de él sino la extensión de que se tenga necesidad para subsistir, y en tercer lugar, que se tome posesión de él, no mediante una vana ceremonia, sino por el trabajo y el cultivo, único signo de propiedad que, a falta de títulos jurídicos, debe ser respetado por los demás.
En efecto: conceder a la necesidad y al trabajo el derecho de primer ocupante, ¿no es darle la extensión máxima de que es susceptible? ¿Puede no ponérsele límites a este derecho? ¿Será suficiente poner el pie en un terreno común para considerarse dueño de él? ¿Bastará tener la fuerza necesaria para apartar un momento a los demás hombres, para quitarles el derecho de volver a él? ¿Cómo puede un hombre o un pueblo apoderarse de un territorio inmenso y privar de él a todo el género humano sin que esto constituya una usurpación punible, puesto que quita al resto de los hombres la habitación y los alimentos que la Naturaleza les da en común? ¿Era motivo suficiente que Núñez de Balboa tomase posesión, en la costa del mar del Sur, de toda la América meridional, en nombre de la corona de Castilla, para desposeer de ellas a todos los habitantes y excluir de las mismas a todos los príncipes del mundo? De modo análogo se multiplicaban vanamente escenas semejantes, y el rey católico no tenía más que tomar posesión del universo entero de un solo golpe, exceptuando tan sólo de su Imperio lo que con anterioridad poseían los demás príncipes.
Se comprende cómo las tierras de los particulares reunidas y contiguas se convierten en territorio público, y cómo el derecho de soberanía, extendiéndose desde los súbditos al terreno, adviene a la vez real y personal. Esto coloca a los poseedores en una mayor dependencia y hace de sus propias fuerzas la garantía de su fidelidad; ventaja que no parece haber sido bien apreciada por los antiguos monarcas, quienes, llamándose reyes de los persas, de los escitas, de los macedonios, parecían considerarse más como jefes de los hombres que como señores de su país. Los de hoy se llaman, más hábilmente, reyes de Francia, de España, de Inglaterra, etc.; dominando así el territorio, están seguros de dominar a sus habitantes.
Lo que hay de singular en esta enajenación es que, lejos de despojar la comunidad a los particulares de sus bienes, al aceptarlos, no hace sino asegurarles la legítima posesión de los mismos, cambiar la usurpación en un verdadero derecho y el disfrute en propiedad. Entonces, siendo considerados los poseedores como depositarios del bien público, respetados los derechos de todos los miembros del Estado y mantenidos con todas sus fuerzas contra el extranjero, por una cesión ventajosa al público, y más aún a ellos mismos, adquieren, por decirlo así, todo lo que han dado; paradoja que se aplica fácilmente a la distinción de los derechos que el soberano y el propietario tienen sobre el mismo fundo, como a continuación se verá.
Puede ocurrir también que los hombres comiencen a unirse antes de poseer nada y que, apoderándose en seguida de un territorio suficiente para todos, gocen de él en común o lo repartan entre ellos, ya por igual, ya según proporciones establecidas por el soberano. De cualquier modo que se haga esta adquisición, el derecho que tiene cada particular sobre el mismo fundo está siempre subordinado al derecho que la comunidad tiene sobre todos, sin lo cual no habría ni solidez en el vínculo social ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía.
Terminaré este capítulo y este libro con una indicación que debe servir de base a todo el sistema social, a saber: que en lugar de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye, por el contrario, con una igualdad moral y legítima lo que la Naturaleza había podido poner de desigualdad física entre los hombres y que, pudiendo ser desiguales en fuerza o en talento, advienen todos iguales por convención y derecho[7].
Libro Segundo
Capítulo I
La soberanía es inalienable
La primera y más importante consecuencia de los principios anteriormente establecidos es que la voluntad general puede dirigir por sí sola las fuerzas del Estado según el fin de su institución, que es el bien común; porque si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, el acuerdo de estos mismos intereses es lo que lo ha hecho posible. Esto es lo que hay de común en estos diferentes intereses que forman el vínculo social; y si no existiese un punto en el cual se armonizasen todos ellos, no hubiese podido existir ninguna sociedad. Ahora bien; sólo sobre este interés común debe ser gobernada la sociedad.
Digo, pues, que no siendo la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general, no puede enajenarse jamás, y el soberano, que no es sino un ser colectivo, no puede ser representado más que por sí mismo: el poder es susceptible de ser transmitido, mas no la voluntad.
En efecto; si bien no es imposible que una voluntad particular concuerde en algún punto con la voluntad general, sí lo es, al menos, que esta armonía sea duradera y constante, porque la voluntad particular tiende por su naturaleza al privilegio y la voluntad general a la igualdad. Es aún más imposible que exista una garantía de esta armonía, aun cuando siempre debería existir; esto no sería un efecto del arte, sino del azar. El soberano puede muy bien decir: «Yo quiero actualmente lo que quiere tal hombre o, por lo menos, lo que dice querer»; pero no puede decir: «Lo que este hombre querrá mañana yo lo querré también»; puesto que es absurdo que la voluntad se eche cadenas para el porvenir y porque no depende de ninguna voluntad el consentir en nada que sea contrario al bien del ser que quiere. Si, pues, el pueblo promete simplemente obedecer, se disuelve por este acto y pierde su cualidad de pueblo; en el instante en que hay un señor, ya no hay soberano, y desde entonces el cuerpo político queda destruido.
No quiere esto decir que las órdenes de los jefes no pueden pasar por voluntades generales, en cuanto el soberano, libre para oponerse, no lo hace. En casos tales, es decir, en casos de silencio universal, se debe presumir el consentimiento del pueblo. Esto se explicará más detenidamente.
Capítulo II
La soberanía es indivisible
Por la misma razón que la soberanía no es enajenable es indivisible; porque la voluntad es general o no lo es; es la del cuerpo del pueblo o solamente de una parte de él[8]. En el primer caso, esta voluntad declarada es un acto de soberanía y hace ley; en el segundo, no es sino una voluntad particular o un acto de magistratura; es, a lo más, un decreto.
Mas no pudiendo nuestros políticos dividir la soberanía en su principio, la dividen en su objeto; la dividen en fuerza y en voluntad; en Poder legislativo y Poder ejecutivo; en derechos de impuesto, de justicia y de guerra; en administración interior y en poder de tratar con el extranjero; tan pronto confunden todas estas partes como las separan. Hacen del soberano un ser fantástico, formado de piezas relacionadas; es como si compusiesen el hombre de muchos cuerpos, de los cuales uno tuviese los ojos, otro los brazos, otro los pies, y nada más.
1 comment