Se dice que los charlatanes del Japón despedazan un niño a la vista de los espectadores, y después, lanzando al aire sus miembros uno después de otro, hacen que el niño vuelva a caer al suelo vivo y entero. Semejantes son los juegos malabares de nuestros políticos: después de haber despedazado el cuerpo social, por un prestigio digno de la magia reúnen los pedazos no se sabe cómo.
Este error procede de no haberse formado noción exacta de la autoridad soberana y de haber considerado como partes de esa autoridad lo que no eran sino emanaciones de ella. Así, por ejemplo, se ha considerado el acto de declarar la guerra y el de hacer la paz como actos de soberanía; cosa inexacta, puesto que cada uno de estos actos no constituye una ley, sino solamente una aplicación de la ley, un acto particular que determina el caso de la ley, como se verá claramente cuando se fije la idea que va unida a la palabra ley.
Siguiendo el análisis de las demás divisiones, veríamos que siempre que se cree ver la soberanía dividida se equivoca uno; que los derechos que se toman como parte de esta soberanía le están todos subordinados y suponen siempre voluntades supremas, de las cuales estos hechos no son sino su ejecución.
No es posible expresar cuánta oscuridad ha lanzado esta falta de exactitud sobre las decisiones de los autores en materia de Derecho político cuando han querido juzgar de los derechos respectivos de los reyes y de los pueblos sobre los principios que habían establecido. Todo el que quiera puede ver en los capítulos III y IV del primer libro de Grocio cómo este sabio y su traductor Barbeyrac se confunden y enredan en sus sofismas por temor a decir demasiado, o de no decir bastante, según sus puntos de vista, y de hacer chocar los intereses que debían conciliar. Grocio, refugiado en Francia, descontento de su patria y queriendo hacer la corte a Luis XIII, a quien iba dedicado su libro, no perdona medio de despojar a los pueblos de todos sus derechos y de adornar a los reyes con todo el arte posible. Éste hubiese sido también el gusto de Barbeyrac, que dedicaba su traducción al rey de Inglaterra Jorge I. Pero, desgraciadamente, la expulsión de Jacobo II, que él llama abdicación, le obliga a guardar reservas, a soslayar, a tergiversar, para no hacer de Guillermo un usurpador. Si estos dos escritores hubiesen adoptado los verdaderos principios, se habrían salvado todas las dificultades y habrían sido siempre consecuentes; pero hubieran dicho, por desgracia, la verdad y no hubiesen hecho la corte más que al pueblo. Ahora bien; la verdad no conduce al lucro, y el pueblo no da embajadas, ni sedes, ni pensiones.
Capítulo III
Sobre si la voluntad general puede errar
Se sigue de todo lo que precede que la voluntad general es siempre recta y tiende a la utilidad pública; pero no que las deliberaciones del pueblo ofrezcan siempre la misma rectitud. Se quiere siempre el bien propio; pero no siempre se le conoce. Nunca se corrompe al pueblo; pero frecuentemente se le engaña, y solamente entonces es cuando parece querer lo malo.
Hay, con frecuencia, bastante diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general. Ésta no tiene en cuenta sino el interés común; la otra se refiere al interés privado, y no es sino una suma de voluntades particulares. Pero quitad de estas mismas voluntades el más y el menos, que se destruyen mutuamente[9], y queda como suma de las diferencias la voluntad general.
Si cuando el pueblo delibera, una vez suficientemente informado, no mantuviesen los ciudadanos ninguna comunicación entre sí, del gran número de las pequeñas diferencias resultaría la voluntad general y la deliberación sería siempre buena. Mas cuando se desarrollan intrigas y se forman asociaciones parciales a expensas de la asociación total, la voluntad de cada una de estas asociaciones se convierte en general, con relación a sus miembros, y en particular con relación al Estado; entonces no cabe decir que hay tantos votantes como hombres, por tanto como asociaciones. Las diferencias se reducen y dan un resultado menos general. Finalmente, cuando una de estas asociaciones es tan grande que excede a todas las demás, no tendrá como resultado una suma de pequeñas diferencias sino una diferencia única; entonces no hay ya voluntad general, y la opinión que domina no es sino una opinión particular.
Importa, pues, para poder fijar bien el enunciado de la voluntad general, que no haya ninguna sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine exclusivamente según él mismo[10]; tal fue la única y sublime institución del gran Licurgo. Si existen sociedades parciales, es preciso multiplicar el número de ellas y prevenir la desigualdad, como hicieron Solón, Numa y Servio. Estas precauciones son las únicas buenas para que la voluntad general se manifieste siempre y para que el pueblo no se equivoque nunca
Capítulo IV
De los límites del poder soberano
Si el Estado o la ciudad no es sino una persona moral, cuya vida consiste en la unión de sus miembros, y si el más importante de sus cuidados es el de su propia conservación, le es indispensable una fuerza universal y compulsiva que mueva y disponga cada parte del modo más conveniente para el todo.
De igual modo que la Naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre sus miembros, así el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todo lo suyo. Ese mismo poder es el que, dirigido por la voluntad general, lleva el nombre de soberanía.
Pero, además de la persona pública, tenemos que considerar las personas privadas que la componen, y cuya vida y libertad son naturalmente independientes de ella. Se trata, pues, de distinguir bien los derechos respectivos de los ciudadanos y del soberano[11], así como los deberes que tienen que llenar los primeros, en calidad de súbditos del derecho natural, cualidad de que deben gozar por el hecho de ser hombres.
Se conviene en que todo lo que cada uno enajena de su poder mediante el pacto social, de igual suerte que se enajena de sus bienes, de su libertad, es solamente la parte de todo aquello cuyo uso importa a la comunidad; mas es preciso convenir también que sólo el soberano es juez para apreciarlo.
Cuantos servicios pueda un ciudadano prestar al Estado se los debe prestar en el acto en que el soberano se los pida; pero éste, por su parte, no puede cargar a sus súbditos con ninguna cadena que sea inútil a la comunidad, ni siquiera puede desearlo; porque bajo la ley de la razón no se hace nada sin causa, como asimismo ocurre bajo la ley de la Naturaleza.
Los compromisos que nos ligan al cuerpo social no son obligatorios sino porque son mutuos, y su naturaleza es tal, que al cumplirlos no se puede trabajar para los demás sin trabajar también para sí. ¿Por qué la voluntad general es siempre recta, y por qué todos quieren constantemente la felicidad de cada uno de ellos, si no es porque no hay nadie que no se apropie estas palabras de cada uno y que no piense en sí mismo al votar para todos? Lo que prueba que la igualdad de derecho y la noción de justicia que produce se derivan de la preferencia que cada uno se da y, por consiguiente, de la naturaleza del hombre; que la voluntad general, para ser verdaderamente tal, debe serlo en su objeto tanto como en su esencia; que debe partir de todos, para aplicarse a todos, y que pierde su natural rectitud cuando tiende a algún objeto individual y determinado, porque entonces, juzgando de lo que nos es extraño, no tenemos ningún verdadero principio de equidad que nos guíe.
En efecto; tan pronto como se trata de un hecho o de un derecho particular sobre un punto que no ha sido reglamentado por una convención general y anterior, el asunto adviene contencioso; es un proceso en que los particulares interesados son una de las partes, y el público la otra; pero en el que no ve ni la ley que es preciso seguir ni el juicio que debe pronunciar. Sería ridículo entonces quererse referir a una expresa decisión de la voluntad general, que no puede ser sino la conclusión de una de las partes, y que, por consiguiente, no es para la otra sino una voluntad extraña, particular, llevada en esta ocasión a la injusticia y sujeta al error. Así, del mismo modo que una voluntad particular no puede representar la voluntad general, ésta, a su vez, cambia de naturaleza teniendo un objeto particular, y no puede, como general, pronunciarse ni sobre un hombre ni sobre un hecho. Cuando el pueblo de Atenas, por ejemplo, nombraba o deponía sus jefes, otorgaba honores al uno, imponía penas al otro y, por multitud de decretos particulares, ejercía indistintamente todos los actos de gobierno, el pueblo entonces no tenía la voluntad general propiamente dicha; no obraba ya como soberano, sino como magistrado. Esto parecerá contrario a las ideas comunes; pero es preciso que se me deje tiempo para exponer las mías.
Se debe concebir, por consiguiente, que lo que generaliza la voluntad es menos el número de votos que el interés común que los une; porque en esta institución cada uno se somete necesariamente a las condiciones que él impone a los demás: armonía admirable del interés y de la justicia, que da a las deliberaciones comunes un carácter de equidad, que se ve desvanecerse en la discusión de todo negocio particular por falta de un interés común que una e identifique la regla del juez con la de la parte.
Por cualquier lado que se eleve uno al principio, se llegará siempre a la misma conclusión, a saber: que el pacto social establece entre los ciudadanos una igualdad tal, que se comprometen todos bajo las mismas condiciones y, por tanto, que deben gozar todos los mismos derechos. Así, por la naturaleza de pacto, todo acto de soberanía, es decir, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga y favorece igualmente a todos los ciudadanos; de suerte que el soberano conoce solamente el cuerpo de la nación y no distingue a ninguno de aquellos que la componen. ¿Qué es propiamente un acto de soberanía? No es, en modo alguno, una convención del superior con el inferior, sino una convención del cuerpo con cada uno de sus miembros; convención legítima, porque tiene por base el contrato social; equitativa, porque es común a todos; útil, porque no puede tener más objeto que el bien general, y sólida, porque tiene como garantía la fuerza pública y el poder supremo. En tanto que los súbditos no se hallan sometidos más que a tales convenciones, no obedecen a nadie sino a su propia voluntad; y preguntar hasta dónde se extienden los derechos respectivos del soberano y de los ciudadanos es preguntar hasta qué punto pueden éstos comprometerse consigo mismos, cada uno de ellos respecto a todos y todos respecto a cada uno de ellos.
De aquí se deduce que el poder soberano, por muy absoluto, sagrado e inviolable que sea, no excede, ni puede exceder, de los límites de las convenciones generales, y que todo hombre puede disponer plenamente de lo que por virtud de esas convenciones le han dejado de sus bienes y de su libertad. De suerte que el soberano no tiene jamás derecho de pesar sobre un súbdito más que sobre otro, porque entonces, al adquirir el asunto carácter particular, hace que su poder deje de ser competente.
Una vez admitidas estas distinciones, es preciso afirmar que es falso que en el contrato social haya de parte de los particulares ninguna renuncia verdadera; pues su situación, por efecto de este contrato, es realmente preferible a la de antes, y en lugar de una enajenación no han hecho sino un cambio ventajoso, de una manera de vivir incierta y precaria, por otra mejor y más segura; de la independencia natural, por la libertad; del poder de perjudicar a los demás, por su propia seguridad, y de su fuerza, que otros podrían sobrepasar, por un derecho que la unión social hace invencible. Su vida misma, que han entregado al Estado, está continuamente protegida por él.
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