Esta pobre gente, con quien vivo, me había recogido y me había alimentado gratis durante un año. ¿Cómo quería usted que les dejase en el momento en que tengo algún dinero? Además el padre de estos tres muchachos es un viejo egipcio.

—¡Cómo! ¿Un egipcio?

—Si, damos nosotros este nombre á los veteranos que volvieron de la expedición de Egipto, de la cual formé parte. No solamente todos los que hemos vuelto somos un poco hermanos, sino que, además, Vergniaud estaba en mi regimiento y nos repartimos más de una vez el agua del desierto. Aparte de todo esto, aun no he acabado de enseñarles á leer a sus chiquillos.

—Bien, pero por el dinero de usted, bien podía cuidarle mejor.

—¡Bah! dijo el coronel, sus hijos duermen, como yo, sobre paja. Su mujer y él, tampoco tienen mejor cama que la mía; son muy pobres y hacen más de lo que pueden.

Pero si yo recibo mi fortuna... En fin, allá veremos.

—Coronel, mañana ó pasado debo recibir los documentos de Helisberg. Su salvadora vive aún.

—¡Maldito dinero! ¡Y decir que no tengo un cuarto! exclamó arrojando la pipa al suelo.

Una pipa culotada es un objeto precioso para un fumador; pero el gesto del veterano fue tan natural, tan generoso que cualquier fumador le hubiese perdonado aquel crimen de leso tabaco.

—Coronel, ese asunto es excesivamente complicado, le dijo Derville saliendo del cuarto para ir á pasearse al sol á lo largo de la casa.

—Pues á mi me parece sumamente sencillo, dijo el veterano: me han creído muerto y estoy aquí, que me devuelvan mi mujer y mi fortuna y que me den el grado de general al que tengo derecho, toda vez que adquirí el de coronel de la guarda imperial la víspera de la batalla de Eylau.

—¡Ay, amigo! no son las cosas tan sencillas como usted cree, en el mundo judicial, repuso Derville. Escúcheme; usted es el conde Chabert, yo no lo dudo. Pero aquí se trata de probárselo judicialmente á gente que tiene interés en negar su existencia de usted. De modo que las actas serán discutidas, y esa discusión originará diez ó doce incidentes preliminares, los cuales irán á parar al tribunal supremo y constituirán otros tantos costosos procesos, que han de ser muy largos por grande que sea mi actividad.

Sus adversarios pedirán una información, á la que nosotros no podemos negarnos, la cual originará una comisión rogatoria á Rusia. Pero supongamos que las cosas no vayan tan mal y admitamos que la justicia reconozca en seguida que usted es el coronel Chabert. ¿Quién sabe cómo se juzgará la cuestión promovida por la inocente bigamia de la condesa Ferraud? En esta causa, el derecho no está clasificado en el código y no puede ser perseguida por los jueces más que siguiendo las leyes de la conciencia, como lo hace el jurado en las cuestiones delicadas que presentan las extravagancias sociales de algunos procesos criminales. Ahora bien, usted no ha tenido hijos en su matrimonio, mientras que el señor Ferraud ha tenido dos; y los jueces pueden declarar nulo el matrimonio cuyos lazos son más débiles desde el momento que ha habido buena fe en los contrayentes. ¿Sería su posición moral hermosa, queriendo rescatar mordicus, á su edad y en las circunstancias en que usted se encuentra, á una mujer que no le ama?

Tendrá contra usted á su propia mujer y su marido actual, que son dos personas poderosas y que pueden influir en los tribunales. El proceso tiene, pues, muchos elementos de duración, y pudiera ocurrir que usted envejeciera y muriera en medio de las más crudas desazones.

—¿Y mi fortuna?

—¿Pero cree usted tener una gran fortuna?

—¿Y mis treinta mil francos de renta?

—¡Ah! mi querido coronel, en 1799, antes de casarse, usted había hecho un testamento por el cual legaba la cuarta parte de sus bienes á los hospicios.

—Es verdad.

—Pues bien, á raíz de su supuesta muerte, hubo que proceder á un inventario y á una liquidación, á fin de dar esa cuarta parte á los hospicios. Su mujer de usted no tuvo escrúpulo en engañar á los pobres, y el inventario, en el que ella se guardó bien de mencionar todo el dinero y las alhajas sólo ascendió á seiscientos mil francos de valores. Su viuda de usted tenía derecho á la mitad, y los hospicios sólo recibieron setenta y cinco mil francos. Por otra parte, como el fisco le heredaba á usted también, toda vez que no había usted hecho mención de su mujer en su testamento, el emperador devolvió por un decreto á su viuda de usted la porción que correspondía al dominio público. De modo que, la cantidad á que usted tiene derecho ahora, es únicamente á trescientos mil francos, exceptuando las costas.

—¿Y usted llama justicia á eso? dijo alelado el coronel.

—Ciertamente.

—¡Hermosa justicia!

—Así es, mi pobre coronel. Ya ve usted, pues, que lo que creía fácil no lo es; la señora Perraud puede, por otra parte, pretender la porción que le ha sido dada por el emperador.

—Pero como que no era viuda, la base es falsa y el decreto nulo.

—Estoy conforme, pero todo se pleitea. Escuche usted. En estas circunstancias, yo creo que una transacción sería para usted y para ella el mejor desenlace del proceso, y usted ganaría con ello una fortuna mucho más considerable que aquella á que tiene usted derecho.

—Pero eso sería vender la mujer.

—Con veinticuatro mil francos de renta y en la posición en que usted se encuentra, tendrá usted mujeres que valdrán más que la suya y que le harán más feliz.

Hoy mismo precisa ir a ver á la condesa Ferraud; pero no he querido dar este paso sin consultarle á usted antes.

—Vayamos juntos á su casa.

—¿En la posición en que usted se encuentra? dijo el procurador. No, no, coronel, no, porque podría usted perder con ello su causa.

—Pero vamos á ver, mi causa ¿puede ó no puede ganarse?

—Yo lo creo, respondió Derville; pero, señor Chabert, usted no se fija en una cosa. Yo no soy rico, tanto que aun no he acabado de pagar mi procuraduría. Si los tribunales conceden á usted una provisión, es decir, una suma tomada de antemano de la fortuna de su mujer, no lo harán seguramente hasta después de haber reconocido sus títulos de conde de Chabert y de gran oficial de la Legión de honor.

—¡Toma! pues es verdad, ya no me acordaba de que soy oficial de la Legión de honor, dijo Chabert con sencillez.

—Ahora bien, hasta entonces ¿no será necesario pleitear, pagar abogados, gastos de curia y vivir? Las costas de los juicios preparatorios ascenderán inmediatamente á doce ó quince mil francos. Yo, que estoy reventado por los enormes intereses que pago al que me prestó el dinero para comprar el estudio, no los tengo, y usted ¿dónde los encontrará?

Al oír estas palabras, un raudal de lágrimas brotó de los marchitos ojos del pobre soldado y rodó por sus arrugadas mejillas. Al considerar tantas dificultades perdió los ánimos; el mundo social y judicial le oprimía el pecho como una pesadilla.

—Iré al pie de la columna de la plaza Vendome, exclamó, y gritaré allí: «¡Yo soy el coronel Chabert, el que rompió el gran cuadro de los rusos en Eylau!», y estoy seguro de que el bronce me reconocerá.

—Sí, y le llevarán á usted á un manicomio.

Al oír el temible nombre de manicomio, la exaltación del militar cesó.

—¿Y no podré encontrar en el ministerio de la guerra algún medio de salir con la mía?

—¡Allí! dijo Derville. Guárdese usted de ir, á no ser con un juicio en regla que declare nula su acta de defunción. Porque en aquellas oficinas lo que quisieran sería hacer desaparecer á todos los héroes del Imperio.

El coronel permaneció durante un momento aturdido, inmóvil, mirando sin ver, abismado en una desesperación sin límites. La justicia militar es franca, rápida, decide á lo turco, y juzga casi siempre bien.