La pared en que se apoyaba este raquítico albergue, y que parecía ser más sólida que las demás, estaba provista de chocitas donde una multitud de conejos se multiplicaba. A la derecha de la puerta cochera se encontraba la vaquería, que remataba en extenso pajar y que se comunicaba con la casa mediante una lechería. A la izquierda había un corral, una cuadra y una pocilga, cuyo tejado estaba formado, como el de la casa, por unos malos tablones clavados unos sobre otros y mal recubiertos con paja. Como casi todos los lugares donde se cocinan los alimentos de la gran comida que París devora á diario, el patio en que Derville puso los pies ofrecía las huellas de la precipitación exigida por la necesidad de llegar á un punto á hora fija. Esos grandes depósitos de hoja de lata en los que se transporta la leche, y los depósitos para la crema, estaban arrojados en confusión delante de la lechería, con sus correspondientes tapones de tela. Los trapos que sirven para limpiarlos flotaban al sol colgados de unas cuerdas atadas á clavos. El caballo pacífico, cuya raza sólo se encuentra en las lecherías, había dado algunos pasos delante de su carreta y permanecía próximo á la cuadra, cuya puerta estaba cerrada. Una cabra ramoneaba los pámpanos de la raquítica y sucia viña, que adornaba la amarillenta y agrietada pared de la casa. Un gato estaba acurrucado sobre los depósitos de la crema y los lamía. Las gallinas, asustadas ante la presencia de Derville, echaron á correr cacareando, y el perro guardián ladró.

—¿Vivirá aquí el hombre que decidió la victoria de la batalla de Eylau? se dijo Derville abarcando con una sola mirada el conjunto de este innoble espectáculo.

La casa había quedado bajo la vigilancia de tres chiquillos. El uno, subido sobre una carreta cargada de verde forraje, arrojaba piedras á la chimenea de la casa vecina, esperando que irían á caer á los pucheros. Otro procuraba conducir un cerdo al interior de una carreta que tocaba en tierra por su parte trasera, mientras que el tercero, colgado de las dos varas, esperaba á que el cerdo estuviera en el carro para inclinar la carreta.

Cuando Derville les preguntó si era allí donde vivía el señor Chabert, ninguno respondió, y los tres le miraron con aguda estupidez. Derville reiteró sus preguntas sin éxito, é impacientado por el aire socarrón de los tres pilluelos, les lanzó una de esas injurias que los jóvenes se creen con derecho á dirigir á los niños, y éstos rompieron el silencio con una risa brutal. Derville se enfadó. El coronel, que le oyó, salió de un cuartito situado cerca de la lechería, y apareció en el umbral de la puerta con inexplicable flema militar. Llevaba en la boca una de esas pipas notablemente culoatadas (expresión técnica de los fumadores), una de esas pipas de tierra blanca, llamadas quemagaznates. El militar se levantó la visera de una gorra atrozmente grasienta, vió á Derville, y atravesó el estercolero para llegar antes al lado de su bienechor, al mismo tiempo que gritaba á los chiquillos con voz amistosa:

—¡Silencio en las filas!

Los niños guardaron respetuoso silencio, que anunciaba el imperio que sobre ellos ejercía el veterano.

—¿Por qué no me ha escrito usted? le dijo á Derville. Vaya usted á lo largo de la vaquería; mire usted, por allí; el camino está adoquinado, gritó al apercibirse de la indecisión del procurador, que no quería mojarse los pies en el estercolero.

Saltando de un sitio á otro, Derville llegó al umbral de la puerta por donde el coronel había salido. Chabert pareció estar disgustado por tener que recibir á su protector en el cuarto que ocupaba. Derville no vió en él más que una sola silla. La cama del coronel consistía en algunos haces de paja, sobre los cuales había tendido su patrona dos ó tres pedazos de esas viejas alfombras, recogidas no sé dónde, y que suelen servir en las lecherías para cubrir los bancos de las carretas. El pavimento era sencillamente de tierra apisonada. Las paredes, salitrosas, verduscas y agrietadas, despedían tal humedad, que la pared contra la cual dormía el coronel, estaba toda florecida. El famoso carrique pendía de un clavo. Dos malos pares de botas yacían en un rincón. Ningún vestigio de ropa. Sobre una mesa de pino, los boletines del gran ejército, reimpresos por Plancher, estaban abiertos y parecían ser la lectura del coronel, cuya fisonomía permanecía tranquila y serena en medio de aquella miseria. Su visita á casa de Derville parecía haber cambiado el carácter de sus facciones, en las que el procurador vió las huellas de un pensamiento feliz y un no sé qué particular que les había comunicado la esperanza.

—¿Le incomoda á usted el humo de la pipa? dijo Chabert tendiendo á su procurador la silla casi sin asiento.

—Pero, coronel, ¡usted está aquí muy mal!

Esta frase la pronunció Derville movido por la desconfianza natural á los procuradores y por la deplorable experiencia que adquieren muy temprano, con los asombrosos dramas desconocidos á que asisten.

—He aquí, se dijo, un hombre que seguramente ha empleado el dinero en practicar las tres virtudes teologales del soldado: el juego, el vino y las mujeres.

—Es verdad, señor, que no brillamos aquí por el lujo. Esto es una especie de vivac atemperado por la amistad; pero... (esto diciendo, el soldado dirigió una profunda mirada al hombre de leyes), pero yo no he hecho daño á nadie, y duermo tranquilo.

El procurador comprendió que sería poco delicado pedir cuenta á su cliente de las sumas que le había anticipado, y se contentó con decirle:

—Pero ¿por qué no se quedó usted en París, donde podría usted estar mejor y por el mismo dinero que aquí?

—¡Qué quiere usted! respondió el coronel.