Por otra parte, en París existen pocos estudios donde se pueda escribir sin el auxilio de una lámpara en el mes de febrero antes de las diez: todo el mundo va allí, nadie permanece, y ningún interés personal está, unido á lo que ya de por sí es tan trivial; ni el procurador, ni los clientes, ni los pasantes se preocupan de la elegancia de un lugar que para los unos es una clase, para los otros un pasaje y para el amo un laboratorio. El grasiento mobiliario se trasmite de procurador en procurador, con un escrúpulo tan religioso, que ciertos estudios poseen aún cajitas para los pabilos, carpetas antiguas de pergamino y cubiertas que provienen de los procuradores del Chlet, abreviación de la palabra Chatelet, jurisdicción que representaba en el antiguo orden de cosas al actual tribunal de primera instancia. Este estudio, obscuro y lleno de polvo, tenía, pues, como todos los demás, algo de repugnante para todos los clientes, y que constituía una de las horribles monstruosidades parisienses. Ciertamente que si las húmedas sacristías donde las plegarias se pesan y se pagan como si fueran mercancías, y si los almacenes de trapos viejos, donde flotan harapos que marchitan todas las ilusiones de la vida, mostrándonos el sitio adonde van á parar nuestras galas; si estas dos cloacas de la poesía no existiesen, repito, un estudio de procurador sería el más horrible de los establecimientos sociales. Pero lo mismo que en estos sitios, ocurre en las casas de juego, en los tribunales, en las administraciones de lotería y en todos los malos lugares.
¿Por qué? Sin duda en estos sitios, el drama, desarrollándose en el alma del hombre, contribuye á hacerle los accesorios indiferentes. Esto mismo podría servir también para explicar la indiferencia en el vestir de los grandes pensadores y de los grandes ambiciosos.
—¿Dónde está mi cortaplumas?
—Ahora estoy almorzando.
—Vaya, ya me ha caído un borrón sobre el informe.
—¡Chitón! señores.
Estas diversas exclamaciones fueron lanzadas en el momento en que el anciano cliente cerraba la puerta con esa especie de humildad que caracteriza los movimientos del hombre desgraciado. El desconocido procuró sonreír, pero los músculos de su rostro permanecieron inmóviles cuando buscó en vano algunos síntomas de amabilidad en los rostros inexorablemente apáticos de los seis pasantes. Acostumbrado, sin duda, á juzgar á los hombres, se dirigió muy cortésmente al saltacharcos, esperando que aquel alfeñique le respondería con dulzura.
—Señor, ¿se puede ver á su principal?
El malicioso saltacharcos, sólo respondió al pobre hombre dándose golpecitos en la oreja con los dedos de la mano izquierda, como para decir: «Soy sordo».
—¿Qué desea usted, caballero? preguntó Godeschal, el cual, al mismo tiempo que hacía esta pregunta, se llevaba á la boca un pedazo de pan, con el que se hubiera podido cargar una pieza de á cuatro, blandía su cuchillo y se cruzaba de piernas, poniendo á la altura de sus ojos el pie que tenía al aire.
—Señor mío, vengo aquí por segunda vez, le respondió el paciente. Deseo hablar al señor Derville.
—¿Para algún negocio?
—Sí, pero sólo puedo explicárselo á él.
—Nuestro principal está durmiendo; si desea usted consultarle para algún asunto difícil, le advierto que sólo trabaja seriamente á las dos de la madrugada. Pero, si quiere usted decirnos lo que desea, podríamos tan bien como él...
El desconocido permaneció impasible y se puso á mirar modestamente en torno suyo, como el perro que, habiéndose introducido en una cocina extraña, teme recibir en ella algún golpe. Como consecuencia natural de su estado, los pasantes no tienen nunca miedo á los ladrones, no sospecharon, pues, del hombre del carrique, y le dejaron observar el local donde buscaba en vano un sitio para descansar, pues estaba visiblemente fatigado. Por sistema ya, los procuradores dejan pocas sillas en sus estudios. El cliente vulgar, cansado de esperar de pie, se marcha gruñendo; pero nunca hace perder un tiempo que, según decía un viejo procurador, pasa de la marca.
—Caballero, respondió, yo he tenido el honor de advertirle que no podía explicar mis deseos más que al señor Derville. Esperaré, pues, á que se levante.
Boucard había acabado de hacer la adición, y sintió el olor del chocolate; dejó su poltrona, se encaminó á la chimenea, examinó de arriba abajo al anciano, contempló su carrique y acabó por hacer una mueca indescriptible. Probablemente pensó que por mucho que se hiciese, sería imposible sacar un céntimo á aquel hombre, é intervino en la conversación con el propósito de desembarazar á su principal de un mal cliente.
—Caballero, le dicen á usted la verdad. Nuestro principal no trabaja más que por la noche. Si el asunto que usted trae es grave, le aconsejo que vuelva á la una de la noche.
El litigante miró al primer pasante con aire estúpido y permaneció inmóvil durante un momento. Acostumbrados á todos los cambios de fisonomía y á los singulares caprichos producidos por la indecisión ó por la preocupación que caracteriza á las gentes pleitistas, los pasantes continuaron comiendo, haciendo tanto ruido con sus mandíbulas como el que deben hacer los caballos en el pesebre, y no se preocuparon más del anciano.
—Está bien, señor, vendré esta noche, dijo por fin el viejo, el cual, con esa tenacidad propia de los desgraciados, quería coger en renuncio á la humanidad.
El único epigrama permitido á la miseria es el de obligar á la justicia y á la benevolencia á denegaciones injustas. Cuando los desgraciados se han convencido de la perversidad de la sociedad, se cobijan más vivamente en el seno de Dios.
—¡Vaya un tipo más célebre! dijo Simonín sin esperar á que el anciano hubiese cerrado la puerta.
—Tiene trazas de ser un desterrado, dijo uno de los pasantes.
—No, es algún coronel que reclamará atrasos, dijo el primer pasante.
—Pues yo creo que es algún antiguo portero, dijo Godeschal.
—¿Cuánto apostamos á que es noble? exclamó Boucard.
—Yo apuesto á que ha sido portero, replicó Godeschal; pues los porteros son los únicos seres dotados por la naturaleza de carriques usados, grasientos y deshilachados por abajo, como lo está el de ese buen hombre. ¿No se han fijado ustedes en sus botas rotas y en la corbata que le sirve de camisa? Estoy seguro que acostumbra á dormir debajo de los puentes.
—Muy bien podría ser noble y haber tirado del cordón, dijo Desroches. Eso lo hemos visto más de una vez.
—No, repuso Boucard en medio de la risa general, sostengo que ha sido cervecero en 1789 y coronel bajo la República.
—¡Ah! apuesto un espectáculo, para todo el mundo, á que no ha sido militar, dijo Godeschal.
—Aceptado, replicó Boucard.
—¡Caballero, caballero! gritó el aprendiz pasante abriendo la ventana.
—¿Qué haces, Simonín? preguntó Boucard.
—Le llamo para preguntarle si es coronel ó portero; él seguramente debe saberlo.
Todos los pasantes se pusieron á reír. Cuando el anciano subía ya la escalera, Godeschal dijo:
—¿Y qué vamos á decirle ahora?
—Dejadlo de mi cuenta, respondió Boucard.
El pobre hombre entró tímidamente, bajando los ojos, sin duda para no revelar su hambre mirando con demasiada avidez los comestibles.
—Caballero, le dijo Boucard, ¿quiere usted tener la amabilidad de decirnos su nombre, á fin de que el principal sepa si...?
—Chabert.
—¿El coronel muerto en Eylau? preguntó Huré, el cual, como no hubiese dicho nada aún, deseaba añadir alguna nueva burla á todas las demás.
—El mismo, señor mío, respondió aquel desgraciado con pasmosa sencillez.
Y se retiró.
—¡Uf!
—¡Diablo!
—¡Ah!
—¡Ah!
—¡Caramba!
—¡Ah! ¡el bribón!
—¡Anda, anda!
—Señor Desroches, irá usted al espectáculo de balde, dijo Huré al pasante cuarto, dándole en la espalda un puñetazo capaz de matar á un rinoceronte.
Aquello fue un torrente de risas, de gritos y de exclamaciones, para cuya pintura se podría emplear todas las onomatopeyas de la lengua.
—¿A qué teatro iremos?
—¡A la Ópera! exclamó el primer pasante.
—Ante todo, repuso Godeschal, he de advertir que aquí no se ha hablado de teatro, y, por lo tanto, si quiero, puedo llevarles á ustedes á casa de la señora Saqui.
—La señora Saqui no es un espectáculo, dijo Desroches.
—¿Pues qué es un espectáculo? dijo Godeschal. Establezcamos, en primer término, el objeto de la apuesta. Yo he apostado la entrada á un espectáculo. Ahora bien, ¿que es un espectáculo? A mi modo de ver, es una cosa que se ve...
—Pero, según eso, usted podría librarse del compromiso llevándonos á ver cómo corre el agua por el Puente Nuevo, exclamó Simonín interrumpiéndole.
—Que se ve por dinero, dijo Godeschal continuando.
—Pero por dinero se ven muchas cosas que no son un espectáculo, dijo Desroches, y, por consiguiente, la definición no es exacta.
—¡Pero, escuchen ustedes, señores!
—Vaya, vaya, no está usted en lo cierto, querido mío, dijo Boucard.
—¿No es Curtius un espectáculo? preguntó Godeschal.
—No, respondió el primer pasante, es un gabinete de figuras.
—Apuesto cien francos contra cinco céntimos, dijo Godeschal, á que el gabinete de Curtius encierra un conjunto de cosas, al que puede llamarse espectáculo. Allí se pagan, por ver una cosa, diferentes precios, según los diferentes fugares que desea uno ocupar.
—Y cataplín, cataplán, dijo Simonín.
—Tú, ten cuidado que no te vaya yo á dar un cachete, dijo Godeschal.
Los pasantes se encogieron de hombros.
—Y después de todo, aun no está probado que ese imbécil no se haya burlado de nosotros, dijo Godeschal cesando en sus argumentos, ahogados por la risa de los demás pasantes. En conciencia, el coronel Chabert está bien muerto, y su mujer se ha vuelto á casar con el conde Ferraud, consejero de Estado. La condesa Ferraud es una cliente de nuestro estudio.
—La apuesta queda aplazada para mañana, dijo Boucard. A trabajar, señores.
¡Por vida de...! se pasa aquí el tiempo sin hacer nada. Acaben ustedes ese informe, que tiene que presentarse hoy en la Audiencia.
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