¡Vamos, á escape!
—Si ese señor fuese el coronel Chabert, ¿acaso no hubiera puesto la punta de su zapato en el trasero de ese desvergonzado Simonín cuando se ha atrevido á hacer el sordo? dijo Huré considerando esta observación como más concluyente que la de Godeschal.
—Puesto que aún no está decidida la apuesta, dijo Boucard, convengamos en apostar un palco segundo en los Franceses para ver á Taima en Nerón. Simonín irá al paraíso.
Y, dicho esto, el primer pasante se sentó á su mesa, y todo el mundo le imitó.
— Dado en junio de mil ochocientos catorce. (En letra, dijo Godeschal, ¿estamos?)
—Sí, respondieron los tres copistas, cuyas plumas empezaron á arañar el papel timbrado, haciendo en el estudio el ruido de cien saltones encerrados por escolares en cucuruchos de papel.
— Y esperamos que los señores que componen el tribunal, dijo el improvisador.
¡Alto! tengo que volver á leer la frase; porque yo no me entiendo á mi mismo.
—Cuarenta y seis... ¡Oh! eso le tiene que ocurrir á usted con frecuencia... y tres, cuarenta y nueve, dijo Boucard.
— Esperamos, repuso Godeschal después de haberlo leído todo, que los señores que componen el tribunal no han de ser menos grandes de lo que lo es el augusto autor de la real orden, y que harán justicia á las miserables pretensiones de la administración de la gran cancillería de la Legión de honor, fijando la jurisprudencia en el sentido amplio que nosotros establecemos aquí.
—Señor Godeschal, ¿quiere usted un vaso de agua? Dijo el aprendiz.
—¡Este pillastre de Simonín! dijo Boucard. Toma, prepara las piernas, toma este paquete y lárgate á los Inválidos.
— Que nosotros establecemos aquí, repuso Godeschal. Y añadid: en interés de la señora (con todas sus letras) vizcondesa de Grandlieu...
—¡Cómo! exclamó el primer pasante, ¿se permite usted emitir informes en ese asunto? ¿Vizcondesa de Grandlieu contra la Legión de honor, un asunto que corre por cuenta de este estudio y que se puede cobrar á destajo? ¡Ah! es usted un gran estúpido.
Hágame el favor de poner esas copias y la minuta á un lado, y déjeme usted eso para cuando se trate del asunto Navarreins contra los hospicios. Es tarde ya, y yo tengo que hacer en la Audiencia.
Esta escena representa uno de los mil placeres, que más tarde le hacen á uno decir, pensando en la juventud: ¡Qué hermosos tiempos aquellos!
A la una de la noche, el pretendido coronel Chabert fue á llamar á la puerta del señor Derville, procurador del tribunal de primera instancia en el departamento del Sena. El portero le respondió que el señor Derville no había vuelto aún. El anciano alegó la cita que tenía, y subió á casa de este célebre legista, el cual, á pesar de sus pocos años, pasaba por ser una de las cabezas mejor organizadas de la Audiencia.
Después de haber llamado, el desconfiado solicitante no quedó poco asombrado al ver al primer pasante ocupado en colocar en la mesa del comedor de su principal los numerosos protocolos de los asuntos que habían de verse al día siguiente, en orden á su utilidad. El pasante, no menos asombrado, saludó al coronel rogándole que se sentase, lo cual hizo éste en seguida.
—Caballero, en verdad que creí que se burlaban ustedes de mí, al indicarme una hora tan tardía para una consulta, dijo el anciano con la falsa alegría del hombre arruinado que se esfuerza por sonreír.
—Los pasantes se burlaban, y al mismo tiempo decían la verdad, dijo el señor Boucard continuando su trabajo. El señor Derville ha escogido esta hora para examinar las causas, resumir los medios, determinar la conducta que debe seguirse y disponer las defensas. Su prodigiosa inteligencia está más libre en este momento, único en que obtiene el silencio y la tranquilidad necesaria para la concepción de buenas ideas. Desde que es procurador, usted es el tercer ejemplo de una consulta dada á esta hora nocturna.
Después que vuelva, el señor Derville discutirá cada asunto, lo leerá todo, pasará acaso cuatro ó cinco horas en su labor, y después me llamará y me indicará sus intenciones.
Por la mañana, de diez á dos, oye á sus clientes, y el resto del tiempo lo emplea en sus citas. Por la noche va á los salones para no perder sus buenas relaciones. De modo que no le queda más que la noche para estudiar los procesos, registrar los arsenales del código y hacer los planes de batalla. No quiere perder ninguna causa, trabaja su arte con amor y no se encarga como sus colegas, de toda clase de asuntos. He ahí su vida, que es extraordinariamente activa. Bien es verdad que gana mucho dinero.
Mientras oía esta conversación, el anciano permaneció silencioso, y su extraño rostro tomó una expresión tan desprovista de inteligencia, que el pasante, después de haberle mirado, no se ocupó más de él.
Algunos instantes después, Derville entraba en su casa, vestido en traje de baile; su primer pasante le abrió la puerta y se puso á acabar de hacer la clasificación de los protocolos. El joven procurador permaneció durante un momento estupefacto al entrever en medio del clarobscuro de su despacho al singular cliente que le esperaba. El coronel Chabert estaba tan inmóvil como puede estar una figura de cera del gabinete de Curtius adonde Godeschal había querido llevar á sus compañeros. Aquella inmovilidad, sin duda no hubiera servido de objeto de asombro, si no contribuyese á completar el espectáculo sobrenatural que ofrecía el conjunto del personaje. El veterano era seco y delgado. Su frente, voluntariamente escondida bajo los cabellos de su peluca, le daba un no sé qué de misterioso. Sus ojos parecían cubiertos por una gasa transparente y parecían algo así como nácar sucio, cuyos azulados reflejos tornasolaban el resplandor de las bujías. Su rostro, pálido, lívido y brillante, parecía muerto. Su cuello estaba cubierto por una mala corbata de seda negra. La sombra ocultaba tan bien el cuerpo á partir de la línea negruzca que describía aquel andrajo, que un hombre de imaginación hubiera podido tomar aquella vieja cabeza por alguna silueta debida á la casualidad ó por un retrato de Rembrandt sin marco. Las alas del sombrero que cubría la cabeza del anciano proyectaban una densa sombra sobre la parte superior de su rostro. Aquel extraño efecto, aunque natural, hacía resaltar por la extravagancia del contraste, las arrugas blancas, las frías sinuosidades y la falta de colorido de aquella fisonomía cadavérica.
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