El enrarecimiento del aire fue el accidente más amenazador y que más me iluminó acerca de mi situación: comprendí que en el lugar en que estaba no se renovaba el aire y que iba á morir. Este pensamiento me quitó el sentimiento del dolor inexplicable por el cual había sido despertado. Mis oídos zumbaron violentamente, oí, ó creí oír (pues no me atrevo á afirmar nada), gemidos lanzados por el montón de cadáveres en medio del cual yacía. Aunque la memoria de aquellos momentos sea muy tenebrosa, aunque mis recuerdos sean muy confusos, á pesar de las impresiones de los sufrimientos aun más profundos que yo debía experimentar y que han embrollado mis ideas, hay noches en que creo aún oír aquellos ahogados suspiros. Pero hubo aún allí algo más horrible que los gritos, y fue un silencio que yo no he encontrado nunca en ninguna parte; el verdadero silencio de una tumba.
En fin, levantando las manos, tentando los muertos, reconocí un vacío entre mi cabeza y la masa humana de cadáveres que me cubría, y así pude medir el espacio que me había quedado para respirar, espacio debido á una casualidad cuya causa me era desconocida.
Al parecer, gracias á la indiferencia ó á la precipitación con que se nos había arrojado en confusión, dos muertos se habían cruzado encima de mí, formando un ángulo semejante al que forman dos cartas apoyadas una contra otra por un niño, para formar los cimientos de un castillo. Huroneando con prontitud, pues no tenía tiempo que perder, tuve la fortuna de encontrar un brazo suelto, el brazo de un Hércules, un magnífico hueso al que debí mi salvación. Sin aquel inesperado auxilio, hubiese perecido. Con una rabia, que usted debe concebir, empecé á trabajar y á quitarme de encima los cadáveres que me separaban de la capa de tierra que, sin duda, habían arrojado sobre nosotros, y digo nosotros, como si hubiera habido allí más vivos que yo. Caballero, ya comprenderá usted que anduve listo, pues me ve aquí; pero yo mismo no comprendo hoy cómo pude atravesar aquel montón de carne que ponía una barrera entre la vida y yo. Me dirá usted que tenía tres brazos. Es verdad: aquella palanca de que yo me servía con habilidad, me procuraba siempre un poco de aire y de descanso. En fin, por último, llegué á ver el día, pero á través de la nieve, señor. En aquel momento me apercibí de que tenía la cabeza abierta. Por fortuna, mi sangre, la de mis camaradas, ó la de mi caballo acaso ¿quién sabe?, coagulándose, me había recubierto de una especie de capa natural. A pesar de esto, cuando mi cráneo estuvo en contacto con la nieve, me desmayé. Sin embargo, el poco calor que me quedaba fundió la nieve en torno mío, y cuando recobré el conocimiento me encontré en el centro de una pequeña abertura por la cual grité con todas mis fuerzas. Pero en aquel momento el sol empezaba á levantarse y tenía muy pocas probabilidades de ser oído. ¿Habría ya gente en los campos? Apoyando los pies en los cadáveres, me levanté cuanto pude; fácilmente comprenderá usted que no era aquel momento oportuno para pensar: «Respeto el valor desgraciado.» En una palabra, caballero, después de haber experimentado el dolor, ó, mejor dicho, la rabia de ver que durante mucho tiempo, ¡oh! sí, ¡mucho tiempo! aquellos malditos alemanes se escapaban al oír una voz donde no veían hombre alguno, fui por fin auxiliado por una mujer, bastante atrevida ó bastante curiosa para aproximarse á mi cabeza, que parecía haber brotado de tierra como un hongo. Aquella mujer fue á buscar á su marido, y ambos me transportaron á su pobre barraca. Al parecer, tuve una recaída de catalepsia (permítame usted que emplee esta frase para describirle mi estado del cual no tengo idea alguna, pero que, por lo que me dijeron mis salvadores, deduzco yo que debía ser efecto de esta enfermedad). Permanecí durante seis meses entre la vida y la muerte, sin hablar, y desvariando cuando hablaba. Por fin, mis salvadores lograron que fuese admitido en el hospital de Heilsberg. Ya comprenderá usted, caballero, que yo había salido del vientre de la fosa tan desnudo como del de mi madre; de manera que, seis meses después, cuando, durante una hermosa mañana, me acordé que había sido el coronel Chabert, y, al recobrar la razón, quise que mis guardianes me tratasen con más respeto del que se dispensa á un pobre diablo, todos mis compañeros de sala se echaron á reír.
Afortunadamente para mí, el cirujano, por amor propio, había respondido de mi curación, y, como es natural, se había interesado por su enfermo. Cuando le hablé, de una manera seguida, de mi antigua existencia, aquel buen hombre, llamado Sparchmann, hizo constar, en las formas jurídicas exigidas por el derecho del país, la manera milagrosa como yo había salido de la fosa de los muertos, el día y la hora en que yo había sido encontrado por mi salvadora y por su marido y el género y la posición exacta de mis heridas, uniendo á estas diferentes declaraciones una descripción de mi persona. Ahora bien, caballero, yo no tengo en mi poder, ni esos importantes documentos, ni la declaración que presté ante un notario de Heilsberg, encaminado á probar mi identidad, y desde el día en que fui arrojado de aquella ciudad por los acontecimientos de la guerra, he errado constantemente como un vagamundo, mendigando mi sustento, siendo tratado de loco cuando contaba mi aventura, y sin haber encontrado ni ganado un céntimo para procurarme los documentos que podían probar mis asertos y darme entrada en la vida social. Frecuentemente, mis dolores me retenían durante semestres enteros en las aldeas donde se prodigaban cuidados al francés enfermo, pero en donde se reían en las narices del hombre, tan pronto como pretendía ser el coronel Chabert. Durante mucho tiempo, esta risa y aquellas risas me enfurecieron de un modo, que me perjudicó grandemente y contribuyó á que me encerrasen como loco en Stutgard. A decir verdad, y después de haber oído mi relato, no me negará usted que había razones suficientes para enfurecer á cualquier hombre.
Después de dos años de detención, que me vi obligado á sufrir, y después de haber oído mil veces que mis guardianes decían: «¡He ahí un pobre hombre que cree ser el coronel Chabert!» y á gentes que le contestaban: «¡Pobre hombre!» quedé convencido de la imposibilidad de mi propia aventura; me volví triste, resignado y tranquilo, y renuncié á decirme el coronel Chabert, á fin de poder salir de la prisión y de volver á Francia. ¡Oh!
caballero, ¡volver á ver París! era un delirio que... no...
Y esto diciendo, el coronel Chabert cayó en una especie de profunda meditación que Derville respetó.
—Por fin, señor, un día, repuso el cliente, un hermoso día de primavera, me pusieron en libertad y me dieron dinero, fundándose en que hablaba con gran sensatez de cuanto se me preguntaba y de que ya no me titulaba el coronel Chabert, y á fe que en aquella época, y aun hoy, hay momentos en que mi propio nombre me es desagradable.
Quisiera no ser yo mismo.
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