Finalmente, la ausencia de todo movimiento en el cuerpo y de todo color en la mirada, harmonizada perfectamente con una cierta expresión de triste demencia, y con los degradantes síntomas por los cuales se caracteriza el idiotismo, llegaba á dar á aquel rostro un no sé qué de funesto, que ninguna palabra humana podría expresar. Pero un observador, y sobre todo un procurador, hubiera encontrado además en aquel hombre anonadado los síntomas de un dolor profundo, los indicios de una miseria que había degradado á aquel rostro, como las gotas de agua caídas del cielo acaban por desfigurar á la larga una hermosa escultura de mármol. Un médico, un autor, un magistrado, hubiesen presentido todo un drama, presenciando aquel sublime horror cuyo menor mérito estaba en parecerse á esos caprichos que los pintores se entretienen en dibujar, en la parte baja de sus piedras litográficas, al mismo tiempo que charlan con sus amigos.
Al ver al procurador, el desconocido se estremeció é hizo un movimiento convulsivo semejante al que se le escapa á los poetas cuando un ruido inesperado va á turbar un fecundo sueño en medio del silencio y de la noche. El anciano se apresuró á descubrirse y se levantó para saludar al joven, y como el cuero que rodeaba el interior de su sombrero estuviese sin duda muy grasiento, la peluca quedó pegada á él, sin que el interesado se apercibiese de ello, y dejó ver su calvo cráneo horriblemente mutilado por una cicatriz transversal que, desde el occipucio, iba á morir al ojo derecho, formando en todo su trayecto un profundo surco. Tan asombrosa era la vista de aquel cráneo hendido, que el levantamiento repentino de aquella peluca sucia, que el pobre hombre llevaba para ocultar su herida, no dio al procurador y á su pasante deseo alguno de reír. El primer pensamiento que sugería la presencia de aquella herida, era este: «Por ahí ha huido la inteligencia.»
—Si no es el coronel Chabert, debe ser algún célebre veterano, pensó Boucard.
—Caballero, le dijo Derville, ¿á quién tengo el honor de hablar?
—Al coronel Chabert.
—¿A cuál?
—Al que murió en Eylau, respondió el anciano.
Al oír esta singular frase, el procurador y su pasante se dirigieron una mirada que significaba: «¡Es un loco!»
—Caballero, repuso el coronel, desearía confiar á usted solo el secreto de mi situación.
Una cosa digna de notarse es la intrepidez propia de los procuradores. Sea la costumbre de recibir á un gran numero de personas, sea la profunda convicción que tienen de la protección que les conceden las leyes, ó sea la confianza en su ministerio, es lo cierto que van á todas partes sin temer nada, como los sacerdotes y los médicos.
Derville hizo una seña á Boucard, el cual desapareció.
—Caballero, repuso el procurador, durante el día no siento gran cosa perder el tiempo, pero en medio de la noche, los minutos son para mí cosa preciosa; así es que sea usted vaya usted al grano y sin rodeos. Yo mismo le pediré á usted los datos que me parezcan necesarios. Diga usted.
Después de haberle hecho tomar asiento a su singular cliente, el joven Derville se sentó á la mesa; pero al mismo tiempo que prestaba atención á las palabras del difunto coronel, ojeaba los protocolos.
—Caballero, dijo el difunto, sin duda sabe usted que yo he mandado un regimiento de caballería en Eylau. Yo contribuí con mucho al éxito de la célebre carga que hizo Murat, carga que decidió la victoria. Desgraciadamente para mí, mi muerte es un hecho histórico, consignado en las Victorias y Conquistas, donde se hace un detallado relato del mismo. Nosotros dividimos en dos las tres líneas rusas que, como se hubiesen cerrado inmediatamente, nos obligaron á atravesarlas en sentido contrario. En el momento en que íbamos á unirnos al emperador, después de haber dispersado á los rusos, me encontré con un cuerpo de caballería enemiga y me precipité valerosamente sobre él. Dos oficiales rusos, dos verdaderos gigantes, me atacaron á la vez. Uno de ellos me aplicó un sablazo, que partió en dos un gorro de seda negra que tenía en la cabeza, abriéndome profundamente el cráneo. Yo caí del caballo. Murat vino en mi auxilio, con toda su gente, que eran mil quinientos hombres poco más ó menos. ¡Mi muerte fue anunciada al emperador, el cual, por prudencia (y porque me quería un poco), quiso saber si no había alguna probabilidad de salvar al hombre á quien debía aquel vigoroso ataque, y envió, para que me reconociesen y trasladasen á las ambulancias, á dos cirujanos, diciéndoles, sin duda con alguna indiferencia, porque tendría mucho que hacer: «Vayan ustedes á ver si vive aún por casualidad mi pobre Chabert.» Aquellos matarifes, que acababan de verme pisoteado por los caballos de dos regimientos, no se tomaron la molestia de tomarme el pulso, dijeron que yo estaba bien muerto, y mi acta de defunción fue, pues, probablemente extendida, siguiendo las reglas establecidas por la jurisprudencia militar.
Al oír á su cliente expresarse con una lucidez perfecta y contar hechos tan verosímiles, aunque extraños, el joven procurador dejó sus protocolos, colocó el codo sobre la mesa y la mano en la mejilla, y miró al coronel fijamente.
—Caballero, ¿sabe usted, le dijo interrumpiéndole, que soy el procurador de la condesa Ferraud, viuda del coronel Chabert?
—¡Mi mujer! Sí, señor. Y por eso, después de cien pasos infructuosos dados en casa de ciertos curiales, que me han tomado por un loco, me he determinado á venir á verle. Más tarde le hablaré á usted de mis desgracias. Ahora, déjeme usted contar los hechos, ó, mejor dicho, explicarle, más bien que el modo como han ocurrido, el modo como han debido ocurrir. Ciertas circunstancias, que sólo deben ser conocidas del Padre eterno, me obligan á exponerlas como meras hipótesis. A mi entender, caballero, las heridas que recibí debieron probablemente producir un tétanos ó una crisis análoga á una enfermedad que se llama catalepsia. De otro modo, ¿cómo concebir que yo haya sido despojado de mis trajes, como acostumbra á hacerse en la guerra, y que haya sido arrojado á las fosas de los soldados por las gentes encargadas de enterrar á los muertos?
Antes de pasar adelante, permítame que le explique un detalle que yo no pude comprender hasta después de ocurrir un acontecimiento, que bien puede llamarse mi muerte. En 1814 encontré en Stutgard a un antiguo sargento mayor de mi regimiento.
Este buen hombre, único que ha querido reconocerme y de quien hablaré á usted en seguida, me explicó el fenómeno de mi conservación, diciéndome que mi caballo había recibido un balazo en uno de los flancos en el momento en que yo mismo fui herido. La bestia y el caballero cayeron, pues, como si fueran dos muñecos de madera. Al caer, bien hacia el lado derecho, ó bien hacia el izquierdo, quedé sin duda cubierto por el cuerpo de mi caballo, el cual me libró de ser aplastado por los caballos y de ser herido por los balazos. Cuando volví en mí, señor, yo estaba en una posición y en una atmósfera de la que no podría darle idea aunque estuviese hablando hasta mañana. El poco aire que respiraba era mefítico. Quise moverme y me encontré sin espacio para ello; al abrir los ojos no vi nada.
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