Allí, cuando yo dije quién era, la boca de Boutín se abrió para soltar la más sonora carcajada. Señor, le aseguro que aquella alegría me causó una de las penas mayores de mi vida, porque me reveló con claridad los cambios que debían haberse operado en mí. De modo, que estaba desfigurado hasta para los ojos más humildes y del más agradecido de mis amigos. En otro tiempo, yo había salvado la vida á Boutín, con lo cual no hice más que pagarle una deuda. No le diré á usted cómo me hizo este favor. La escena tuvo lugar en Italia, en Ravenne. La casa en que Boutín impidió que yo fuese apuñalado era una casa poco decente. En aquella época yo no era coronel; era simple particular, como Boutín. Por fortuna, esta historia encerraba detalles que sólo podían ser conocidos por nosotros; y, cuando se lo recordé, su incredulidad disminuyó. Después le conté los accidentes de mi extraña existencia. Aunque mis ojos y mi voz se hubiesen alterado extraordinariamente, según me dijo, y aunque no tenía ni cabellos, ni dientes, ni cejas y estuviese blanco como un albino, acabó por reconocer á su coronel en el mendigo, después de mil preguntas á las que contesté satisfactoriamente. Me contó sus aventuras, que no eran menos extraordinarias que las mías: venía de los confines de la China, adonde había querido ir después de haberse escapado de Siberia. Me comunicó los desastres de la campaña de Rusia y la primera abdicación de Napoleón. Esta noticia fue una de las cosas que más me afectaron.

Eramos dos despojos curiosos después de haber rodado por el globo como ruedan por el Océano los guijarros, llevados por las tempestades de una orilla á otra. Entre los dos habíamos visto Egipto, Suiza, España, Rusia, Holanda, Alemania, Italia, Dalmacia, Inglaterra, China, Tartaria y Siberia; ya no nos faltaba más que haber ido á las Indias y á América, para recorrer el mundo entero. En fin, como estuviese más ágil que yo, Boutín se encargó de ir á París lo más aprisa posible, á fin de comunicar á mi mujer el estado en que me encontraba. Escribí á la señora Chabert una carta muy detallada. Era la cuarta, caballero. Si yo hubiera tenido parientes, no hubiera ocurrido todo esto; pero he de confesarle, que yo soy expósito, soldado que tuvo por patrimonio su valor, por familia todo el mundo, por patria Francia, y por único protector el buen Dios. Me engaño, tenía un padre, el emperador. ¡Ah! si él estuviese en el poder y viese á su Chabert, como él decía, en el estado en que me encuentro, seguramente que se encolerizaría. ¡Qué le hemos de hacer! nuestro sol se ha puesto, y ahora todos sentimos frío. Después de todo, los acontecimientos políticos podían justificar el silencio de mi mujer. Boutín partió.

¡Qué feliz era él, que contaba con dos ágiles piernas para marchar! Yo no podía acompañarle, porque mis dolores no me permitían hacer largos viajes. Señor, cuando nos separamos, lloré, después de haberle acompañado todo el tiempo que mi estado permitió. En Carlsruhe tuve un acceso de neuralgia á la cabeza y permanecí seis semanas tumbado sobre un montón de paja en una posada. Si fuera á contarle todas las desgracias de mi vida de mendigo, no acabaría nunca. Los sufrimientos morales, junto á los cuales palidecían los sufrimientos físicos, excitan, sin embargo, menos piedad, porque no se ven. Me acuerdo de haber llorado delante de mi palacio de Strasburgo, donde yo había dado en otro tiempo una fiesta, y donde no obtuve nada, ni siquiera un pedazo de pan. Habiendo determinado de acuerdo con Boutín el itinerario que yo había de seguir, iba á todas las administraciones de correos á preguntar si había alguna carta que trajese dinero para mí.