Por fin llegué á París sin haber encontrado nada. ¡Cuánta desesperación tuve que devorar! Boutín habrá muerto, me decía. En efecto, el pobre diablo había sucumbido en Waterloo, como supe más tarde por casualidad. Su misión al lado de mi mujer había sido infructuosa. Entré en París al mismo tiempo que los cosacos. Mi ruta era dolor sobre dolor. Al ver á los rusos en Francia, ya no pensó en que no tenía zapatos en los pies, ni dinero en el bolsillo, y que mis vestidos no eran más que andrajos. La víspera de mi llegada me vi obligado á vivaquear en el bosque de Claye. El fresco de la noche me causó sin duda un acceso de no sé qué enfermedad, que me atacó cuando atravesaba el arrabal Saint-Martín. Caí casi desmayado en la puerta de un ferretero, y cuando desperté me hallé en una cama del hospital. Allí me pasé un mes bastante felizmente. Sin embargo, no tardé en ser despedido; y sin dinero, pero sano, me encontré en las calles de París. ¡Con qué alegría y con qué rapidez me trasladé á la calle de Mont-Blanc, donde mi mujer debía albergarse en mi propio palacio! Pero ¡ay! la calle de Mont-Blanc había pasado á ser la de Chaussée-d'Antín, y mi palacio no existía ya: había sido vendido y demolido. Unos especuladores habían construído varias casas en mis jardines, y como yo ignoraba que mi mujer se hubiese casado con Ferraud, no pude obtener de ella noticia alguna. Por fin, me fui á casa de un anciano abogado que en otro tiempo era el encargado de mis negocios; pero el buen hombre había muerto después de haber cedido su clientela á un joven. Este me comunicó, con gran asombro mío, la liquidación de mis bienes, el casamiento de mi mujer y el nacimiento de sus dos hijos. Cuando le dije que era el coronel Chabert, se echó á reír tan francamente, que le dejé sin hacer la menor observación. Mi detención en Stutgard me hizo pensar en el manicomio y resolví obrar con prudencia. Entonces, habiendo averiguado el sitio en que vivía mi mujer, me encaminé á su palacio, con el corazón lleno de esperanza. Mas ¡ay!

dijo el coronel con un movimiento de concentrada rabia, no logré ser recibido cuando me anuncié con un nombre postizo, y el día en que lo hice con el mío propio, fui arrojado á la calle. Para ver á la condesa cuando volvía del baile ó del teatro al amanecer, permanecí durante noches enteras pegado al quicio de su puerta cochera. Mi mirada escudriñaba el interior de aquel coche que pasaba ante mis ojos con la rapidez del rayo, y donde entreveía apenas á aquella mujer, que es mía, y que, sin embargo, no me pertenece. ¡Oh! ¡desde aquel día, sólo he vivido para la venganza! exclamó el anciano con voz sorda irguiéndose de pronto ante Derville. Ella sabe que existo y desde mi vuelta ha recibido ya dos cartas escritas de mi puño y letra. Me debe su fortuna y su dicha, y, sin embargo, no me ha enviado el más mínimo recurso. Hay momentos en que yo no sé lo que hacer, ni lo que va á ser de mí.

Dichas estas palabras, el veterano se dejó caer en la silla y permaneció inmóvil.

Derville se mantuvo silencioso ocupado en contemplar á su cliente, y por fin, acabó por decir maquinalmente:

—El asunto es grave, y aun admitiendo la autenticidad de los documentos que deben encontrarse en Heilsberg no podemos decir que triunfaremos. El proceso pasará sucesivamente ante tres tribunales. Es preciso, pues, reflexionar maduramente esta causa, que es completamente excepcional.

—¡Oh! respondió fríamente el coronel levantando la cabeza arrogantemente, si sucumbo, sabré morir, pero acompañado.

Esto diciendo, aquel hombre ya no parecía anciano. Los ojos del varón enérgico brillaban iluminados por el fuego del deseo y de la venganza.

—Acaso sea preciso transigir, dijo el procurador.

—¡Transigir! repitió el coronel Chabert. Pero, vamos á ver, ¿estoy muerto ó vivo?

—Caballero, repuso el procurador, espero que seguirá usted mis consejos.