Un desconocido impulso de curiosidad se apoderó de él, y se acercó al lugar. Al aproximarse, la palabra “Asesinato”, impresa en letras negras, se presentó a sus ojos. Había quedado inmovilizado y sintió enrojecer su rostro. Se trataba de un aviso ofreciendo una recompensa por cualquier informe que facilitase la aprehensión de un hombre de mediana estatura, entre treinta y cuarenta años, que llevaba un sombrero flexible, chaqueta negra, pantalón a cuadros, y que tenía una cicatriz en la mejilla derecha. Lo leyó repetidas veces, y se preguntaba si al fin aprehenderían al malhechor, y también se sintió perplejo por aquel temor que se iba apoderando de él. Quizá no estaba remoto el momento en que su propio nombre se viese aparecer sobre las paredes de Londres. Algún día, quizá también, se pondría precio a su cabeza.

No supo a dónde fue más tarde; sólo recordaba, en forma imprecisa, haber estado vagando a través de un laberinto de casas sórdidas. Y ya era un amanecer radiante cuando se encontró al fin en Piccadilly Circus. Mientras caminaba lentamente hacia su casa, en dirección a la Plaza Belgrave, pudo ver pasar los pesados carros que iban camino de Covent Garden. Los carreteros, con blusones blancos, sus alegres rostros tostados por el sol, sus hirsutos y rizados cabellos, continuaban aquella marcha lenta restallando sus látigos, y hablando a gritos entre sí. A lomos de un percherón gris, y sujetándose a sus crines fuertemente con sus pequeñas manos, un chiquillo mofletudo, que lucía en su sombrero viejo un fresco ramillete de primaveras, iba dirigiendo al grupo vocinglero, y reía feliz. Los grandes montones de legumbres destacaban contra el cielo matinal, como un hacinamiento de jades verdes sobre el pétalo rosado de una flor maravillosa. Lord Arthur se sintió profundamente conmovido sin poder explicárselo. Percibía algo, en el delicado encanto del amanecer, que le causaba una honda emoción al pensar en cómo el día se abre a la belleza y cómo declina hacia la tormenta. Esta gente del campo, con sus voces broncas, llenas de buen humor, y sus movimientos reposados, ¡qué distinta debían ver a esta Londres! ¡Un Londres libre del pecado nocturno y del humo del día, una ciudad lívida, espectral, una desolada ciudad de tumbas! Se preguntaba qué pensarían de ella, si conocían algo de su esplendor o de su abyección, del impetuoso y ardiente goce de sus alegrías, de su hambre horrorosa, de todo lo que se hace y se aniquila de la mañana a la noche. Es posible que para ellos sólo representase un mercado donde traían a vender sus frutos, donde permanecían, cuando mucho, unas horas, abandonando las calles todavía silenciosas, y las casas aún dormidas.

Sintió cierto placer al verles pasar. En su rudeza, con sus zapatones claveteados y sus maneras torpes, conllevaban en sí algo de la antigua Arcadia. Los sentía cerca de la Naturaleza, y que ella les había enseñado a vivir en paz. Les envidiaba por todo lo que desconocían e ignoraban. Cuando llegó a la Plaza Belgrave, el cielo tenía un pálido tinte azul, y los pájaros comenzaban a gorjear en los jardines.

CAPITULO III

 

Al despertar lord Arthur, ya eran las doce, y el sol de mediodía se filtraba en su habitación a través de las cortinas de seda color marfil. Se levantó y fue a mirar por el ventanal. Una neblina de calor flotaba sobre la ciudad y los tejados de las casas parecían de plata oxidada. Allá abajo, entre la fronda verde que el aire agitaba en la plaza, los niños correteaban y se perseguían como mariposas blancas, y las aceras se veían llenas de gente dirigiéndose hacia el parque. Nunca le había parecido la vida tan hermosa, ni lo perteneciente al mal, tan remoto.

Poco después su criado entró trayéndole en una bandeja una taza de chocolate. Después de beberla, descorrió un pesado portiére[14], de felpa color durazno, y entró al baño. La luz penetraba suavemente desde lo alto, a través de unas delgadas losetas de ónice transparente, y el agua en la bañera de mármol tenía los reflejos del ágata lunar.

Lord Arthur se sumergió rápido hasta sentir que el agua fría llegaba a su cuello y a los cabellos, —zambulló completamente la cabeza bajo el agua, como queriendo borrar la mancha de algún recuerdo humillante. Al salir del baño se sentía casi en paz y sereno. La deliciosa sensación física de aquel momento le dominaba por completo, como ocurre frecuentemente en las naturalezas finamente moldeadas, ya que los sentidos, al igual que el fuego, pueden purificar o destruir.

Terminado el desayuno, se extendió sobre un diván y encendió un cigarrillo. En la repisa de la chimenea, revestida de un fino brocado antiguo, descansaba una gran fotografía de Sybil Merton, tal como él la vio por primera vez en el baile de lady Noel. La cabeza pequeña, de forma preciosa, se inclinaba hacia un lado, como si su delicado cuello, a manera de un tierno junco, no pudiese soportar el peso de tanta belleza; los labios estaban ligeramente entreabiertos, y parecían estar hechos para cantar las más dulces melodías; y toda la tierna pureza de la juventud se asomaba maravillada en sus ojos soñadores.