Debo saberla. No soy un niño.

Los ojos de mister Podgers pestañearon tras sus lentes dorados, y descansaba, ya en un pie, ya en otro, con un aire perplejo, mientras sus dedos jugaban nerviosos con la deslumbrante cadena de su reloj.

—¿Qué le induce a pensar que he visto algo especial en su mano, lord Arthur, que no sea lo que ya le he dicho?

—Sé que es así, e insisto en que me diga lo que es. Le pagaré. Le daré un cheque por cien libras.

Los ojos verdes brillaron por un momento, y después se tornaron sombríos.

—¿Guineas? —preguntó mister Podgers en voz baja.

—Claro. Le enviaré un cheque mañana. ¿A qué club pertenece? —No pertenezco a ninguno. Bueno, es decir, por el momento —y sacando de la bolsa de su chaleco una cartulina con borde dorado, mister Podgers la entregó a lord Arthur, con una profunda inclinación. En ella se leía: “Mr. Septimus R. Podgers, Professional Chiromantist, 1030 West Moon Street ”.

—Mi horario es de diez a cuatro —murmuró mister Podgers, mecánicamente— y hago rebajas cuando se trata de una familia.

—Dese prisa —contestó lord Arthur, que se veía muy pálido, extendiendo su mano.

Mister Podgers paseó nervioso la mirada a su alrededor, y corriendo el pesado portière sobre la puerta, dijo:

—Tomará algo de tiempo, lord Arthur, será mejor que se siente.

—Dese prisa, señor —replicó lord Arthur, golpeando impaciente, con el pie, el piso encerado.

Mister Podgers sonrió, y sacando del bolsillo del chaleco una pequeña lente de aumento, la limpió con su pañuelo poniendo en ello mucho cuidado.

—Estoy listo —dijo.

CAPITULO II

 

Diez minutos más tarde, con la cara blanca de terror, y los ojos desorbitados por la angustia, lord Arthur Saville salió precipitadamente de Bentinck House, abriéndose paso a través de los grupos de cocheros y lacayos, envueltos en sus capotes de pieles, bajo los toldos rayados; parecía no ver u oír cosa alguna. La noche estaba en extremo fría, y los mecheros de los faroles de gas que rodeaban la plaza, parpadeaban sacudidos por el viento cortante; pero las manos de lord Arthur ardían de fiebre, y su frente quemaba como el fuego. Caminó sin darse cuenta, casi sin rumbo y con la incertidumbre de un borracho. Un policía se le quedó mirando al pasar, con curiosidad, y un mendigo que salió inclinado del quicio de una puerta, para pedirle limosna, tuvo miedo, al darse cuenta de que existía una miseria mayor que la suya. Por un momento, al llegar bajo un farol se miró las manos, y un débil grito se escapó de sus labios temblorosos.

¡Asesinato! eso es lo que el quiromántico había visto. ¡Asesinato! Parecía como si la misma noche ya estuviese enterada, y la desolación del viento lo gritase en sus oídos. Los oscuros rincones de las callejas parecían desbordar aquella acusación que le gesticulaba desde los tejados de las casas. Fue primero al parque, donde el sombrío boscaje le atraía. Se apoyó exhausto contra la verja, refrescando su frente contra el metal húmedo, y escuchando el trémulo silencio de los árboles. ¡Asesino, asesino!, se repetía, como si dirigiéndose a sí mismo la acusación, pudiese disminuir el horror del vocablo. El sonido de su propia voz le hacía estremecerse, y sin embargo, deseaba que el eco le escuchase, y pudiese despertar a la ciudad adormecida por sus sueños. Sentía un loco deseo de detener al viandante, y contarle todo.

Entonces cruzó hacia la calle Oxford, y estuvo vagando por callejones estrechos y llenos de ignominia. Dos mujeres con los rostros pintados se burlaron de él cuando pasó a su lado. De un patio sórdido y oscuro llegaban los ruidos mezclados con juramentos y golpes, a los que seguían gritos estridentes amontonados, sobre los escalones húmedos de un zaguán, vio las formas de cuerpos encorvadas, vencidos por la miseria y la decrepitud. Un extraño sentimiento de piedad le sobrecogió. ¿Habrían sido aquellas criaturas del pecado y de la miseria predestinadas a semejante final, como él lo era ahora al suyo? ¿Eran ellos como él, sólo títeres dentro de un espectáculo monstruoso?

Y no obstante, no fue ese misterio, sino la comedia del sufrimiento, lo que le hería más; su total inutilidad, su grotesca falta de sentido. ¡Qué incoherente le parecía todo!

¡Qué ausencia total de armonía! Se encontraba estupefacto ante la discrepancia reinante entre el optimismo superficial del momento y los hechos reales de la existencia... El era aún demasiado joven.

Al poco rato se encontró frente a la iglesia de Marylebone. La calzada silenciosa semejaba una larga cinta de plata brillante, interrumpida aquí y allá por los arabescos de las sombras que se proyectaban meciéndose sobre ella. A lo lejos se veía la curva dibujada por una hilera de farolas cuyos mecheros de gas parpadeaban constantemente, y detenido a la puerta de una casa rodeada por tapias, estaba un hanson[13], con su cochero dormido dentro.

Apresuradamente atravesó en dirección a la Plaza Portland, mirando de vez en cuando a su alrededor, como temiendo que le siguiesen. En la esquina de la calle Rich estaban dos hombres leyendo un pequeño aviso en una cartelera.