Trataré con el virrey en términos de igual. Le pediré que me mande a doce ingleses elegidos con mucho cuidado, que yo haya oído hablar de ellos, para que nos ayuden a gobernar un poco. Está Mackray, sargento pensionista en Segowli…, me ha pagado sus buenas cenas, y su mujer un par de pantalones; está Donkin, el carcelero de la prisión de Tounghoo; hay cientos por los que pondría la mano en el fuego si estuviera en la India. El virrey lo hará por mí. Mandaré a un hombre a buscarlos cuando llegue la primavera, y escribiré a la Gran Logia pidiendo una dispensa por lo que he hecho como Gran Maestre. Sí, y todos los Snider que tiren a la basura cuando las tropas nativas de la India empiecen a usar Martinis. Estarán muy usados, pero servirán para luchar en estas colinas. Doce ingleses, cien mil Snider cruzando las tierras del emir por adarmes, yo me conformaría con veinte mil en un año, y cuando todo estuviera bajo control me arrodillaría y le ofrecería mi corona, esta que llevo ahora, a la reina Victoria, y ella diría: “Levantaos, sir Daniel Dravot.” ¡Oh, es una gran cosa! ¡Te digo que es grande! Pero hay tanto que hacer en todos sitios… Bashkai, Khawak, Shu y todos los demás poblados.”

»¿Hacer qué? —digo—. Este otoño no vendrán más hombres para la instrucción. Mira esos nubarrones negros. Traen nieve.

»“No es eso —dice Daniel, cogiéndome del hombro con mucha fuerza—, y no quiero decir nada contra ti, porque ningún otro hombre en la tierra me habría seguido ni habría hecho de mí lo que soy como tú lo has hecho. Eres un comandante en jefe de primera clase, y el pueblo te conoce; pero… éste es un país grande, Peachey, y tu no puedes ayudarme como necesito que me ayuden.”

»Entonces acude a tus malditos sacerdotes! —digo, y lo sentí cuando lo dije, pero me ofendió mucho que Daniel se pusiera tan superior cuando yo había entrenado a todos los hombres, y hecho todo lo que me decía.

»“No nos peleemos, Peachey —dice Daniel sin maldecir—. Tú también eres un rey, y la mitad de este reino es tuya; ¿pero no ves, Peachey, que ahora necesitamos hombres más listos que nosotros?… tres o cuatro para desparramarlos aquí y allá como representantes nuestros. Es un Estado tremendamente grande, y no siempre sé lo que debo hacer, y no tengo tiempo para todo lo que quiero hacer, y el invierno se nos echa encima de golpe.Se metió en la boca media barba, tan roja como el oro de su corona.”

»Lo siento, Daniel —digo yo—. He hecho todo lo que podía. He entrenado a los hombres y le he enseñado a la gente a amontonar mejor la avena; y he traído de Ghorband esos rifles de plomo… pero sé lo que quieres decir. Supongo que los reyes siempre sienten esa angustia.

»“Hay una cosa más —dice Dravot, andando de un lado a otro—. Va a empezar el invierno y esta gente no va a dar muchos problemas, y si los dan no podemos movernos. Quiero una esposa.”

»¡Por el amor de Dios, deja en paz a las mujeres! —digo—. Los dos tenemos todo el trabajo que podemos hacer, aunque yo soy un imbécil. Recuerda la Contrata, y déjate de mujeres.

»“La Contrata sólo duraba hasta que fuéramos reyes; y reyes hemos sido todos estos meses —dice Dravot, sopesando en la mano su corona—. Tú también tienes que elegir una esposa, Peachey… una chica buena, fuerte y rolliza, que te de calor en invierno. Son más bonitas que las chicas inglesas, y podemos elegir las mejores. Las hervimos una o dos veces en agua caliente y saldrán como pollo y jamón.”

»¡No me tientes! —digo—. No tendré ningún trato con mujeres hasta que no estemos condenadamente más establecidos que ahora. He estado haciendo el trabajo de dos hombres, y tú el trabajo de tres. Vamos a descansar un poco, y a ver si podemos conseguir mejor tabaco de tierra afgana y traer un poco de alcohol del bueno, pero nada de mujeres.

»“¿Quién está hablando de mujeres? —dice Dravot—. He dicho esposa… una reina que engendre un hijo del rey. Una reina de la tribu más fuerte, que los convierta en nuestros hermanos de sangre, y que se acueste a tu lado y te cuente todo lo que la gente piensa de ti y de tus asuntos. Eso es lo que quiero.”

»¿Te acuerdas de aquella mujer bengalí que yo tenía en Mogul Serai, cuando era obrero del ferrocarril? —digo—.