Sólo tendrá usted que quedarse dos días menos en aquellas tierras. Se lo pido como extranjero… que va al oeste —dijo con énfasis.

—¿De dónde viene usted? —pregunté.

—Del este —contestó—; y espero que le dé el mensaje honradamente, por la memoria de mi madre y de la suya.

Los ingleses no se suelen ablandar cuando uno apela a la memoria de sus madres, pero por ciertas razones, que pronto serán evidentes, me pareció conveniente asentir.

—Es más importante de lo que parece —dijo él—, y por eso le pido que lo haga… y ahora sé que puedo depender de usted. Un vagón de segunda clase en Marwar Junction, y un hombre pelirrojo durmiendo dentro. Seguro que se acuerda. Me bajo en la próxima estación, y allí tengo que quedarme hasta que él venga o me mande lo que quiero.

—Si le encuentro le daré el mensaje —dije—; y por la memoria de su madre y de la mía le daré a usted un consejo. No intente ir por los Estados de India Central en este momento como corresponsal del Backwoodsman. El de verdad anda por aquí y eso puede causarle problemas.

—Gracias —dijo simplemente—. ¿Y cuándo se irá ese cerdo? No puedo morirme de hambre sólo porque él me arruine el negocio. Quería ponerme en contacto con el rajah de Degumber para hablarle de la viuda de su padre y darle un buen susto.

—¿Qué le hizo a la viuda de su padre?

—La atiborró de pimienta roja, la colgó de una viga y la pegó con una zapatilla hasta que murió. Lo descubrí yo mismo, y soy el único hombre que se atrevería a entrar en el Estado para vender su silencio por dinero. Intentarán envenenarme, como hicieron en Chortumna cuando quise hacer un poco de fortuna por allí. ¿Le dará mi mensaje al hombre de Marwar junction?

Se bajó en una pequeña estación del camino, y yo reflexioné. Había oído más de una cosa sobre hombres que se hacían pasar por corresponsales de un periódico y sangraban a los pequeños estados nativos amenazando con revelar ciertos asuntos, pero nunca había conocido a un miembro de tal casta. Llevaban una vida muy dura y por lo general morían de forma muy repentina. Los Estados nativos sienten un sano horror por los periódicos ingleses, que pueden arrojar luz sobre sus peculiares métodos de gobierno, y hacen lo que pueden para ahogar a sus corresponsales en champaña o volverlos locos con un landó de cuatro caballos. No entienden que a nadie le importa un rábano la administración interna de los Estados nativos, siempre que la opresión y el crimen se mantengan dentro de unos límites decentes, y que el gobernador no esté drogado, borracho o enfermo desde el primer día del año hasta el último. Son los lugares oscuros de la tierra, llenos de inimaginable crueldad, con un pie en el ferrocarril y el telégrafo, y el otro en los días de Harun-al-Raschid.

Cuando bajé del tren me dediqué a negociar con diversos reyes, y en ocho días mi vida sufrió muchos cambios. Unas veces vestía de etiqueta, me codeaba con príncipes y políticos, bebía en copas de cristal y comía en vajilla de plata. En otras ocasiones me tumbaba en el suelo y devoraba lo que podía conseguir en un plato hecho de hojas, y bebía agua de los charcos, y dormía bajo la misma manta que mi criado. Y ése era todo el trabajo del día.

En la fecha exacta, como había prometido, me encaminé al Gran Desierto Indio y el Correo nocturno me llevó hasta Marwar Junction, desde donde sale una pequeña, divertida y despreocupada línea de ferrocarril dirigida por nativos que va hacia Jodhpore. El Correo de Bombay que viene de Delhi efectúa una corta parada en Marwar. Llegó en el mismo momento que yo, y tuve el tiempo justo para correr hasta el andén y echar una ojeada a los vagones. Sólo había uno de segunda clase en todo el tren. Bajé la ventanilla y descubrí una flameante barba roja, medio oculta por una manta de viaje. Aquél era mi hombre, profundamente dormido, y le di un suave codazo en las costillas. Se despertó con un gruñido y vi su cara a la luz de las farolas. Era una cara notable, magnífica.

—¿Otra vez los billetes? —preguntó.

—No —dije—. Estoy aquí para decirle que él se ha ido al sur a pasar la semana. ¡Se ha ido al sur a pasar la semana!

El tren había empezado a moverse. El hombre pelirrojo se frotó los ojos.

—Se ha ido al sur a pasar la semana —repitió—.