Bueno, vaya cara más dura. ¿Dijo que yo le daría algo? Porque no lo haré.
—No dijo nada —contesté. Me alejé y observé cómo morían en la oscuridad las luces rojas. Hacía un frío espantoso porque el viento soplaba desde las arenas. Subí a mi propio tren, esta vez a un buen vagón, y me quedé dormido.
Si el hombre de la barba me hubiera dado una rupia, la habría guardado como recuerdo de tan curiosa aventura. Pero la conciencia de haber cumplido con mi deber era mi única recompensa.
Algún tiempo más tarde pensé que dos caballeros como mis amigos no podían hacer nada bueno fingiendo ser corresponsales; y si chantajeaban a una de esas pequeñas ratoneras que son los Estados de India Central o del sur de Rajputana, podían verse en serios apuros. Así que me tomé el trabajo de describírselos tan fielmente como fui capaz de recordar a quienes estarían interesados en deportarlos; y conseguí, según me informaron más tarde, que los hicieran volver de las fronteras de Degumber.
Pasó el tiempo y me convertí en una persona respetable y regresé a una oficina donde no había reyes, ni más incidentes que los derivados de la diaria elaboración del periódico. Una redacción parece atraer a cualquier tipo concebible de persona, en detrimento de la disciplina. Llega una dama de la misión de Zenana y le ruega al editor que abandone inmediatamente todas sus obligaciones para describir una cristiana entrega de premios en algún tugurio de un pueblo inaccesible; un coronel relevado del mando se sienta y esboza las ideas para una serie de diez, doce o veinticuatro artículos de primera plana sobre antigüedad versus selección; un misionero quiere saber por qué no le han permitido escapar de sus medios habituales para permitirle insultar y abusar de un hermano misionero en la sección editorial «Nosotros»; una compañía teatral sin recursos se presenta en pleno para explicar que en ese momento no puede pagar sus anuncios, pero que lo hará, con intereses, en cuanto vuelva de Nueva Zelanda o de Tahití; un inventor de máquinas para mover punkahs, de enganches para carruajes o de espadas irrompibles llama con los bolsillos llenos de presupuestos y horas a su disposición; entra una compañía de té y redacta sus folletos de propaganda con las plumas de la oficina; la secretaria de un comité de danza clama por ver descritas con más detalle las glorias de su último baile; aparece entre frufrú de sedas una extraña dama y dice: «Quiero que me imprima inmediatamente cien tarjetas de invitación, por favor», lo cual es, evidentemente, parte de las obligaciones de un editor; y todos los rufianes disolutos que hayan recorrido penosamente la Gran Carretera Principal alguna vez se empeñan en pedir trabajo como correctores de pruebas. Y la campanilla del teléfono no deja de sonar, enloquecida, y en el Continente asesinan a un rey y el Imperio dice: «Ahora reinarás tú», y el señor Gladstone echa azufre sobre los Dominios Británicos, y los pequeños copistas negros gimotean kaa pi chay-ha yeh (se busca material) como abejas cansadas, y la mayor parte del papel está tan vacío como el escudo de Mordred.
Pero ésta es la época divertida del año. Hay otros seis meses durante los cuales nunca llama nadie y el termómetro sube, pulgada a pulgada, hasta lo alto del cristal, y en la redacción sólo se deja entrar la luz suficiente para leer, y las prensas, al tacto, están al rojo vivo, y nadie escribe nada salvo necrologías o alguna relación de diversiones en las estaciones de las colinas. El teléfono, entonces, se convierte en un tintineante horror porque te informa de las súbitas muertes de hombres y mujeres que conocías íntimamente, y el sarpullido que causa el calor te cubre como una prenda de vestir, y te sientas y escribes: «Nos informan de un ligero incremento de la enfermedad en el distrito de Khuda Janta Khan. La naturaleza del brote es puramente esporádica y gracias a los enérgicos esfuerzos de las autoridades del distrito, ya está desapareciendo. Empero, lamentamos dar parte de las muertes, etc.».
Luego la enfermedad se declara realmente y cuantos menos informes y registros haya, mejor, para la tranquilidad de los suscriptores. Pero el Imperio y los reyes siguen divirtiéndose con tanto egoísmo como antes y el presidente cree que un diario tiene que salir realmente cada veinticuatro horas, y en las estaciones de las colinas, en mitad de una fiesta, todo el mundo dice: «¡Santo Cielo! ¿Por qué no está más animado este diario? Están pasando tantas cosas aquí arriba…».
Ésta es la cara oculta de la luna, y, como dice el anuncio, «hay que probarlo para apreciarlo».
Fue durante esta época, una estación francamente terrible, cuando el diario empezó a tirar la última edición de la semana los sábados por la noche, que es como decir los domingos por la mañana, siguiendo la costumbre de los diarios de Londres. Esto resultaba muy conveniente, porque inmediatamente después de que cerráramos la edición, el amanecer hacía que el termómetro bajase de 36 a 29° durante media hora, y con semejante frío (no pueden tener ni idea del frío que suponen 29 hasta que no hayan empezado a rezar por ellos) un hombre muy cansado puede quedarse dormido antes de que el calor le vuelva a despertar.
Un sábado por la noche me tuve que hacer cargo de la agradable tarea de cerrar la edición solo. Un rey, o un cortesano, o una cortesana, iba a morir, o una comunidad iba a tener una nueva Constitución, o algo importante iba a pasar al otro lado del mundo, y el diario tenía que seguir abierto hasta el último minuto en espera del telegrama.
Era una noche negra como boca de lobo, todo lo bochornosa que puede ser una noche de junio, y el loo, el viento ardiente del oeste, rugía entre los árboles secos como la yesca, fingiendo que la lluvia le pisaba los talones. De vez en cuando una gota de agua casi hirviendo caía en el polvo con el pesado ruido de una rana, pero todo nuestro agotado mundo sabía que sólo era un simulacro. La habitación de las prensas estaba un tanto más fresca que la redacción, así que me senté allí, mientras la máquina de componer crujía y daba chasquidos y los chotacabras ululaban en las ventanas, y los cajistas, casi desnudos, se secaban el sudor de la frente y pedían agua. Lo que nos estaba retrasando, fuera lo que fuese, no llegaba, aunque el loo amainaba y el último tipo estaba en su sitio, y toda la tierra, con el dedo sobre los labios, permanecía inmóvil en aquel calor sofocante, en espera del acontecimiento. Somnoliento, me preguntaba si el telégrafo era una bendición, y si el hombre que agonizaba, o la gente que luchaba, estarían enterados de las molestias que el retraso estaba ocasionando. Aparte del calor y la preocupación no había un motivo especial para sentirse tenso, pero cuando las manecillas del reloj se acercaron lentamente a las tres de la madrugada, e hice girar dos o tres veces los volantes de las máquinas para comprobar que todo estaba en orden antes de decir la palabra que las pondría en funcionamiento, habría empezado a dar gritos.
Luego, el rugido y traqueteo de las ruedas hizo añicos la calma. Me levanté para irme, pero dos hombres con trajes blancos estaban de pie frente a mí. El primero dijo: «¡Es él!».
—¡Sí que lo es! —dijo el segundo. Y los dos se echaron a reír casi tan fuerte como el rugido de las máquinas, y se enjugaron la frente.
—Vimos que había una luz encendida al otro lado de la calle, y estábamos durmiendo en el suelo para estar frescos, y yo le dije aquí a mi amigo: «La oficina está abierta. Vamos allí y hablamos con el que nos sacó del Estado de Degumber», —dijo el más bajo de los dos. Era el hombre que había conocido en el tren de Mhow, y su compañero era el barbudo pelirrojo de Marwar Junction. Las cejas de uno y la barba del otro eran inconfundibles:
No me alegré de verlos; quería dormir, no pelearme con un par de vagos.
—¿Qué quieren? —pregunté.
—Media hora de charla con usted, frescos y cómodos, en la oficina —dijo el hombre de la barba roja—. Nos gustaría beber algo… La Contrata no empieza todavía, Peachey, así que no tienes por qué mirarme… pero lo que de verdad queremos es consejo. No queremos dinero.
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