Eso es lo que vosotros llamáis una paradoja, ¿verdad? —añadid.

Pareció complacido cuando incliné la cabeza con el acostumbrado "Sí, señor".

—Supongo que conoces algo de literatura, ¿eh? Bien. Charlaremos algún rato.

Y después, sin hacerme más caso, se volvió y subió a cubierta.

Aquella noche, después de acabar con una cantidad abrumadora de trabajo, me enviaron a dormir en la bodega, donde me instalé en un camarote de reserva. Estaba contento de verme libre de la presencia detestable del cocinero y de poder acostarme. Me sorprendí al ver que las ropas se me habían secado encima, sin que notase síntomas de un resfriado a pesar del último remojón y de la inmersión prolongada a consecuencia del desastre del Martínez. En circunstancias ordinarias, después de todo lo que había sufrido, hubiera tenido que guardar cama y entregarme a los cuidados de una experta enfermera.

La rodilla me molestaba horriblemente. A mi entender, la rótula se había puesto de canto en el centro de la tumefacción. Mientras estaba sentado en la litera, examinándola, los seis cazadores se hallaban todos en la bodega, fumando y hablando en voz alta. Henderson me dirigid casualmente una mirada.

—Tiene mal aspecto —comentó—. Átale un trapo alrededor y no será nada.

Eso fue todo. En tierra, hubiese estado en la cama tendido de espaldas, asistido por un cirujano, con la orden expresa de observar un reposo absoluto. He de ser, sin embargo, justo con aquellos hombres. Tan insensibles como se mostraban a mis sufrimientos, lo eran igualmente para los suyos cuando les ocurría algo, y esto, creo yo, era debido primero a la costumbre y después a que su temperamento era menos sensitivo. Me figuro que realmente un hombre de constitución delicada y sensibilidad exquisita sufriría dos o tres veces más que aquellos con el mismo daño.

A pesar de estar tan cansado, agotado más bien, el dolor de mi rodilla me impedía dormir. Era todo lo que podía hacer para no quejarme a voces. En casa hubiese, sin duda alguna, desahogado mi angustia, pero este ambiente nuevo y primitivo, parecía exigir una represión feroz. Como los salvajes, estos hombres eran también estoicos para las cosas grandes, e infantiles para las pequeñas. Recuerdo haber visto después, durante el viaje, a Kerfoot, otro de los cazadores, con un dedo aplastado, hecho una papilla, y a pesar de eso ni siquiera murmuré o cambié la expresión de su semblante; sin embargo, he visto al mismo hombre arrebatarse exageradamente por una insignificancia.

Eso es lo que hacía ahora: vociferaba, rugía, agitaba los brazos y juraba como un demonio, todo por un desacuerdo con otro cazador respecto si un cachorro de foca sabía nadar instintivamente; él sostenía que sí que podía nadar desde el instante en que nacía; el otro cazador, Latimer, un sujeto de tipo yanqui, flaco, de ojos pequeños y astutos, sostenía lo contrario: que el cachorro nacía en tierra por la sencilla razón de que no podía nadar viéndose por lo mismo la madre obligada a enseñarle, como los pájaros enseñan a sus pequeñuelos a volar.

La mayor parte del tiempo, los cuatro cazadores restantes, apoyados o tumbados en sus literas, dejaban que discutiesen los dos rivales; pero estaban sumamente interesados, pues alguna que otra vez tomaban parte a favor de uno de ellos y a veces hablaban todos a la vez, hasta que sus voces sonaban como truenos. Con todo y ser tan pueril e insignificante el tópico, el carácter de sus razonamientos era todavía más pueril e insignificante. En realidad, había muy poco razonamiento o absolutamente ninguno; su método era de afirmación, suposición y amenazas. Ellos probaban que el cachorro de foca podía o no nadar al nacer, estableciendo muy belicosamente la proposición y haciéndola seguir de un ataque a la opinión del contrario, a su sentido común, nacionalidad o pasado histórico. La réplica era muy semejante.

He relatado esto para demostrar el calibre mental de los hombres con quienes estaba en contacto. Intelectualmente, eran niños encerrados en el interior físico de hombres.

Y fumaban, fumaban incesantemente un tabaco ordinario, barato y maloliente. La atmósfera estaba espesa y caliginosa con aquel humo, y esto, combinado con el movimiento violento del barco luchando con el temporal, me hubiese mareado seguramente, de haber tenido propensión a ello. Con todo, sentía náuseas, aunque bien pudieran ser debidas al dolor de mi pierna y a mi agotamiento.

Mientras estaba allí acostado, reflexionando, púseme a pensar en mí y en la situación en que me encontraba. Era una cosa singular, nunca soñada, que yo, Humphrey van Weyden, sabio y diletante, con permiso de ustedes en objetos de arte y literatura, estuviese allí, a bordo de una goleta de caza del mar de Bering. ¡Grumete! Yo, que en toda mi vida había ejecutado un trabajo manual difícil, y mucho menos trabajos de marmitón, que había gozado una existencia plácida, regular, sedentaria, existencia de artista y de recluso con una renta cómoda y segura. Nunca me habían seducido la vida agitada y los deportes atléticos; siempre había sido una rata de biblioteca, como me llamaban mis hermanos y mi padre durante mi infancia. Sólo una vez había ido de excursión, y entonces abandoné a mis compañeros casi al principio de la expedición y me restituí a las comodidades y conveniencias de la vida bajo techado. Y ahora estaba allí, teniendo como perspectiva espantosa y sin fin el poner la mesa, mondar patatas y fregar platos. Yo no era robusto; los médicos habían dicho siempre que tenía una buena constitución, pero que debía haberla desarrollado mediante el ejercicio.