Me hallaba directamente bajo ella. Todo era tan nuevo y extraño que mirando no lo advertía con rapidez. Comprendí que me encontraba en peligro, y eso fue todo. Estaba sin movimiento, atemorizado. Entonces, Wolf Larsen gritó desde la toldilla:

—¡Agárrate, tú! ¡Tú, Hump!

Pero fue demasiado tarde. Di un salto en dirección del aparejo, al que hubiera— podido asirme, más viene sorprendido por el muro de agua al caer. Lo que sucedió después me parece muy confuso; estaba debajo del agua sofocado y ahogándome. Me sentí elevado del suelo dando vueltas y revueltas y por fin arrastrado no sé dónde. Varias veces choqué con objetos duros, y una de tantas recibí un golpe terrible en la rodilla derecha. Después cesó de pronto la inundación y volví a respirar el aire puro. Había sido barrido desde barlovento a los imbornales contra la cocina y alrededor de la escalera de la bodega. La rodilla herida me producía un dolor atroz; no podía apoyarme sobre ella, o cuando menos eso pensaba yo, y creía seguro haberme roto la pierna. Pero el cocinero estaba detrás de mí, gritando desde la puerta de la cocina que daba a sotavento.

—¡Eb, tú! ¡No te entretengas toda la noche! ¿Dónde está la tetera? ¿Se ha caído al mar? ¡Ojalá te hubieses roto el cuello!

Hice lo posible por ponerme de pie. Todavía conservaba en la mano la enorme tetera. Llegué cojeando hasta la cocina y se la di. Pero estaba completamente indignado, no sé si con indignación real o fingida.

—Te aseguro que eres una calamidad. Me gustaría saber para qué sirves. ¿Para qué sirves? No sabes llevar un poco de té sin verterlo. Ahora tendré que hervir más... ¿Pero por qué resoplas? —estalló otra vez, con nueva rabia—. ¿Porque te has hecho daño en la piernecita, pobre nene, encanto de su mamá?

Yo no resoplaba, aunque es posible que mi rostro expresara con algún gesto mi dolor. Pero hice un llamamiento a toda mi resolución, apreté los dientes, y sin más contratiempos anduve renqueando de la cocina a la cabina y de la cabina a la cocina, una y otra vez. Dos cosas había ganado con mi accidente: una desolladura en la rodilla, que me fastidió varios meses, y el nombre de Hump con que me había llamado Wolf Larsen desde la toldilla. Ya no se me conoció en todo el barco por otro nombre, hasta llegar esta palabra a formar parte de mis procesos imaginativos, de tal suerte, que llegué a pensar que yo era realmente Hump y que toda la vida no había sido otra cosa.

No era empresa fácil servir a la mesa de la cabina, donde se sentaban Wolf Larsen, Johansen y los seis cazadores. Por de pronto, la cabina era pequeña y los cabeceos y movimientos de la goleta dificultaban más aún dar la vuelta a su alrededor, como me veía obligado a hacer.

Pero lo que más me molestaba era la total ausencia de simpatía en los hombres a los cuales servía. A través de la ropa sentía hincharse la rodilla y estaba enfermo y extenuado del daño que me producía. En el espejo me veía el semblante pálido y cadavérico descompuesto por el dolor. Todos los hombres debieron ver mi estado, pero ninguno me hablé o se dio cuenta de mi presencia, tanto que casi le quedé agradecido a Wolf Larsen cuando más tarde, hallándome fregando los platos, me dijo:

—No te preocupes por tan poca cosa. Con el tiempo te acostumbrarás. Cojearás un poco, pero eso no será obstáculo para que aprendas a andar.