Visto con la luz de la lógica formal, no hay nada de que tengamos que avergonzarnos, y, no obstante, al recordarlo la vergüenza se levanta en mi interior y con el orgullo de mi virilidad siento que ésta ha sido mancillada por todos los medios imaginables.

Mas volvamos a mi narración. La rapidez con que salí de la cocina me produjo un dolor horrible en la rodilla y caí sin fuerzas a la entrada de la toldilla; el cocinero no me había seguido.

—¡Mirad cómo corre! —oíle gritar—. Y eso que tiene inutilizada una pierna. Ven a la cocina pobrecito mío. No te pegaré, ven.

Volví y continué mi trabajo, terminando aquí el episodio por el momento, aunque más adelante debían tener lugar otros sucesos. Puse la mesa para el desayuno en la cabina, y a las siete serví a los cazadores y oficiales. El temporal había amainado evidentemente durante la noche, pero el mar seguía bastante recio y el viento soplaba aún con fuerza. De madrugada se había soltado más lona, de suerte que el Ghost corría con todas las velas, excepto las dos gavias y el foque pequeño. Según deduje de la conversación, estas tres velas se izarían inmediatamente después del desayuno; supe también que Wolf Larsen tenía gran interés en aprovechar el temporal, que le empujaba hacia el Sudoeste en aquella parte del océano, donde esperaba encontrarse con el contraalisio del Nordeste. Cuando él confiaba recorrer la mayor parte de la travesía al Japón fue antes de iniciarse este viento. Pensaba torcer al Sur, en dirección de los trópicos, y al aproximarse a las costas de Asia volver de nuevo hacia el Norte.

Después del desayuno soporté otra experiencia nada envidiable. Cuando terminé de lavar los platos, limpié la estufa de la cabina y llevé la ceniza a cubierta para tirarla. Wolf Larsen y Henderson estaban junto al timón, enfrascados en una conversación profunda. El marinero Johnson gobernaba. Mientras me dirigía a barlovento le vi hacer un gesto rápido con la cabeza, que tomé equivocadamente por un saludo matinal al reconocerme. En realidad, trataba de advertirme que echara las cenizas por el lado de sotavento. Sin darme cuenta de mi desatino, pasé al lado de Wolf Larsen y del cazador y las lancé por barlovento. El viento las rechazó, no sólo encima de mi, sino también encima de Henderson y Wolf Larsen. Un instante después este último me daba un violento puntapié lo mismo que a un perro. Nunca hubiese creído que un puntapié doliera tanto. Me alejé de allí titubeando y me apoyé medio desvanecido contra la cabina. Todo empezó a flotar ante mis ojos y me mareé. Sentí náuseas y como pude me arrastré hacia el costado del barco. Pero Wolf Larsen ya no se preocupó de mí; se sacudió la ceniza de la ropa y reanudó su conversación con Henderson. Johansen, que desde la toldilla lo había presenciado todo, mandó dos marineros a popa para limpiar la suciedad.

Muy entrada ya la mañana, recibí otra sorpresa de especie totalmente distinta. Siguiendo las instrucciones recibidas, había entrado en el camarote de Wolf Larsen para ponerlo en orden y hacer la cama. Junto a la cabecera de la misma, adosado a la pared, había un estante lleno de libros. Eché una ojeada, y no sin asombro leí nombres tales como Tyndall, Proctor y Darwin. Allí tenían su representación la astronomía y la física: La edad de la fábula, de Bullfinch; la Historia de la literatura inglesa y americana, de Shaw; la Historia natural, de Johnson, en dos grandes volúmenes. Había, además, una porción de gramáticas, como las de Metcalf, Reed y Kellog; sonreí al ver un ejemplar de El inglés del Deán.

No podía relacionar aquellos libros con el hombre a quien pertenecían a juzgar por lo que de él había visto, y me maravilló la posibilidad de que pudiera leerlos.