Pero cuando fui a hacer la cama encontré entre las mantas un Browning completo de la edición de Cambridge que, al parecer, se le debió escurrir al quedarse dormido. Estaba abierto por "En un balcón", y advertí aquí y allá pasajes subrayados con lápiz. Después, con una sacudida del barco, se me cayó el libro y salió una hoja de papel llena de diagramas y cálculos. Estaba patente que aquel hombre terrible no era un ignorante, como hubiera podido suponerse dadas sus manifestaciones de brutalidad. De pronto se convertía en un enigma. Cada una de las dos partes de su naturaleza era perfectamente comprensible, pero las dos juntas desorientaban. Yo ya había notado que su lenguaje era correcto, aunque desfigurado a veces por algún ligero descuido. Naturalmente, al hablar con los marineros y cazadores lo plagaba con frecuencia de faltas, lo cual se debía al mismo idioma vernacular; en las pocas frases que había cruzado conmigo se había expresado con claridad y corrección.

La visión que acababa de tener de ese otro aspecto suyo debió animarme, porque resolví hablarle acerca del dinero que había perdido.

—Me han robado —le dije un poco más tarde, cuando le encontré paseando solo por la popa.

—Señor —corrigió, no con dureza, pero sí con seriedad.

—Me han robado, señor —enmendé.

—¿Cómo ha sido? —preguntó.

Entonces le enteré de las circunstancias del incidente, cómo me había despojado de la ropa para que se secara en la cocina y cómo después el cocinero casi me pegó al mencionarle el asunto.

—Raterías —concluyó—, raterías del cocinero. ¿Y no crees que tu vida vale este precio? Además, considéralo como una lección; así aprenderás a tener cuidado de tu dinero. Supongo que hasta ahora lo habrá hecho por ti tu abogado o tu agente de negocios.

Sentí todo el desdén de sus palabras, pero pregunté:

—¿Cómo puedo recuperarlo?

—Eso es cosa tuya; ahora no tienes abogado ni agente de negocios, así que habrás de contar contigo nada más. Cuando tengas un dólar, guárdalo bien; un hombre que se deja el dinero en cualquier parte, como tú haces, merece perderlo. Además, has pecado; no tienes derecho a poner la tentación en el camino de tus semejantes, tentaste al cocinero y él cayó. Has puesto, pues, en peligro su alma inmortal. Y a propósito: ¿crees en la inmortalidad del alma?

Los párpados se levantaron perezosamente al hacer la pregunta, y pareció que aquellos abismos se descubrían para mí, para que yo mirara dentro de su alma; pero no fue sino una ilusión. Aunque se crea lo contrario, nadie ha podido penetrar nunca en el alma de Wolf Larsen ni mucho menos ha logrado verla; de esto estoy convencido. Era un alma solitaria, según pude comprender, que jamás se desenmascaraba, aunque en ciertos momentos, muy raros, lo aparentase.

Leo la inmortalidad en sus ojos —respondí, suprimiendo el «señor» y haciendo una prueba que la intimidad de la conversación, según pensé, me autorizaba.

El no se dio por enterado.

Esto quiere decir —repuso— que ves algo que vive, pero que necesariamente no podría vivir siempre.

—Leo más que esto —continué, audazmente.

—Entonces tú lees la conciencia, la conciencia de la vida que vive, pero nada más, no una vida infinita.

¡Con qué claridad discurría y qué bien expresaba sus pensamientos! Después de mirarme con curiosidad, volvió la cabeza hacia barlovento y fijó la vista en el mar color de plomo. Sus ojos se oscurecieron y las líneas de su boca se hicieron más severas y más duras. Evidentemente, estaba de mal humor.

—Entonces, ¿en qué para esto? —preguntó de pronto, volviéndose hacia mí—. Si soy inmortal... ¿por qué? Yo vacilaba. ¿Cómo explicar mi idealismo a este hombre? ¿Cómo expresar con palabras algo sentido, algo parecido a los sonidos que se oyen en sueños, algo que convence aun prescindiendo de las excelencias del lenguaje?

—¿Qué es lo que cree usted, entonces? —dije, llevándole la contraria.

—Creo que la vida es como una espuma, un fermento —respondió prontamente—; una cosa que tiene movimiento y que puede moverse durante un minuto, una hora, un año o cien años, pero que al fin cesará de moverse. El grande se come al pequeño, para poder continuar moviéndose; el fuerte al débil, para conservar la fuerza. El afortunado se come la mayor parte, y se mueve más tiempo, eso es todo. ¿Qué te parecen estas cosas?

Dirigió el brazo con un gesto de impaciencia hacia unos cuantos marineros que maniobraban con unas cuerdas en el centro del barco.

—Esos se mueven para que se mueva la materia, se mueven para comer y para poder seguir moviéndose, ahí lo tienes todo. Viven para el estómago, y el estómago existe para ellos. Es un círculo que no tiene salida. Ellos tampoco. Se detienen al fin, ya no se mueven, están muertos.

—Pero sueñan —interrumpí yo—, tienen sueños radiantes, luminosos...

—De comida —concluyó sentenciosamente.

—Y de otras cosas...

—¡Comer! Sueñan en tener más apetito y más suerte para satisfacerlo —su voz sonaba dura, monótona—. Porque, fíjate, ellos sueñan en hacer viajes productivos que les reporten más dinero, en llegar a ser segundos en los barcos, en encontrar fortunas... en una palabra, en mejorar de posición para comerse a sus semejantes, en tener buena comida todas las noches y que otros carguen con el trabajo despreciable.