¿No te admira lo bien que le va este nombre?

—Pero ¿cómo, conociéndole, encuentra hombres para navegar?

—¿Y cómo es que se encuentran hombres para todo en la tierra y en el mar? —replicó Louis—. ¿Cómo había de hallarme yo a bordo, de no haber estado borracho como un cerdo al estampar mi nombre? Los hay que no pueden navegar en mejor compañía, como los cazadores, y hay otros que nada saben, como estos pobres diablos de proa. Pero ya se enterarán, ya se enterarán, y maldecirán el día en que nacieron. Acuérdate de que no he dicho nada, ¿eh? Ni una palabra... Estos cazadores son unos malvados —continuó diciendo, porque padecía una abundancia oratoria—; pero espera que empiecen a mover escándalos. El les parará los pies, él será quien haga sentir el temor de Dios a estos corazones tan corrompidos. Fíjate en Horner, el cazador que va conmigo, Jock Horner, tan silencioso, con un hablar tan dulce como el de una doncella, pues el año pasado mató al timonel de su pote. Declararon el hecho como un accidente lamentable; pero yo encontré al remero en Yokohema y me lo contó todo. Y ahí está Smoke, ese diablejo moreno, a quien los rusos tuvieron tres años en las minas de sal de Siberia por cazar furtivamente en Copper Island, lugar acotado. Le encadenaron de pies y manos con su compañero, tuvo con éste una reyerta y lo mató, arrojando sus restos al fondo de la mina, hoy un brazo, mañana una pierna, al día siguiente la cabeza, hasta acabar con él.

—¡Pero eso no es posible! —exclamé horrorizado.

—Posible, ¿qué? —replicó rápido como una centella—. ¡Yo no he dicho nada, yo soy mudo, por vida de tu madre! ¡Jamás he abierto la boca si no es para decir cosas buenas de éstos y del otro, cuya alma maldiga Dios y se pudra en el purgatorio diez mil años, para hundirse luego en lo más profundo de los infiernos!

Johnson, el hombre que me frotó hasta arrancarme la piel el primer día que llegué a bordo, parecía el menos equívoco de todos los hombres del barco. En realidad, no había nada equívoco en él; impresionaba por su rectitud y energía, que a su vez se veían moderadas por una modestia fácil de confundir con la timidez. Sin embargo, no era tímido; antes bien, parecía tener el valor de sus convicciones, la certeza de su virilidad. Esto fue lo que le hizo protestar de que le llamaran Yonson cuando nos conocimos. Y sobre esta circunstancia y su personalidad emitió Louis juicios y profecías.

—Es un buen muchacho ese cabeza cuadrada de Johnson que tenemos a proa —dijo—. Es mi remero, el mejor marinero del barco. Tan cierto como la chispa vuela hacia arriba, que llegará a tener disgustos con Wolf Larsen. Eso lo sé yo; lo veo fermentar y crecer como una tormenta en el cielo. Le he hablado como a un hermano, pero no hace caso de avisos ni advertencias. Refunfuña cuando las cosas no le parecen bien, y no faltará algún soplón que vaya a contárselo a Wolf Larsen. Ese lobo es fuerte, y como los lobos odia la fuerza, y eso es lo que descubrirá en Johnson que no quiere someterse, ¡Oh, lo veo venir! Y Dios sabe dónde encontraré otro remero. ¿Sabes qué dice cuando el lobo le llama Yonson? "Pues mí nombre es Johnson, señor", y después lo deletrea letra por letra. ¡Habrías de haber visto la cara del lobo! Yo creí que le dejaba en el sitio. No lo hizo, pero no te quepa duda que acabará mal; le romperá el corazón a ese cabeza cuadrada, o sé yo muy poco de los hombres de mar.

El cocinero había acabado por ponerse insoportable. Me veía obligado a llamarle "señor" cada vez que le dirigía la palabra. Una de las razones para ello es que Wolf Larsen parecía distinguirle. Es un hecho sin precedentes que un capitán intime con el cocinero; pero así lo hacía Wolf Larsen. Dos o tres veces había introducido la cabeza en la cocina y le había embromado bondadosamente, y aquella tarde charló con él en la toldilla más de quince minutos— Cuando terminaron, Mugridge volvió a la cocina dando muestras de una alegría pegajosa, y al emprender de nuevo el trabajo tarareaba canciones con un falsete tan discordante, que era un tormento para los nervios.

—Yo siempre estoy en buenas relaciones con los oficiales —observó en tono confidencial—. Sé cómo hacerme indispensable. El último capitán que tuve me hacía bajar siempre a la cabina para charlar un rato y beber una copa como buenos amigos.