Aquellas mujeres, capaces de las más sublimes emociones, de los más tiernos sentimientos, seguían dando alaridos. Querían vivir, estaban desamparadas y chillaban como ratas en una trampa.

El horror de todo esto me empujó fuera de la cubierta. Sentíame mareado, y me senté en un banco. Como a través de una bruma vi y oí a los hombres precipitarse y dar voces en sus esfuerzos por arriar los botes. Era una escena como para ser leída en un libro. Las cuerdas estaban apretadas; nada obedecía. Descendió un bote sin los tarugos, ocupado por mujeres y niños, y al llenarse de agua se hundió. Otro bote fue arriado por un extremo y el otro continuó colgado del aparejo, donde quedó abandonado. No se veía nada del extraño buque que había ocasionado el desastre, pero oí decir a los hombres que indudablemente enviaría botes para socorrernos.

Bajé a la cubierta inferior. Comprendí que el Martínez se hundía rápidamente porque el agua estaba ya muy cerca. Muchos de los pasajeros saltaban por la borda; otros, ya en el agua, clamaban que se les subiesen de nuevo al barco. Nadie les atendía. Se elevó un grito diciendo que nos hendíamos. Fui presa del consiguiente pánico y me lancé al mar entre una oleada de cuerpos. Ignoro cómo sucedió, pero comprendí instantáneamente por qué los que estaban en el agua deseaban tanto volver a bordo. Estaba fría, tan fría, que resultaba dolorosa, y cuando me hundí en ella su mordedura fue tan rápida y aguda como la del fuego. Mordía los tuétanos; parecía la presión de la muerte. Me debatí, abrí la boca angustiado, y antes de que el salvavidas me hubiese vuelto a la superficie, el agua me había llenado los pulmones. Sentí en la boca el fuerte sabor de la sal, y con aquella cosa acre en los pulmones y la garganta, me ahogaba por momentos.

Pero lo que más me molestaba era el frío. Sentía que no podría sobrevivir sino muy pocos minutos. A mi alrededor había gente debatiéndose y luchando con el agua; les oía llamarse unos a otros. Y oí también ruido de remos. Evidentemente, aquel buque extraño había arriado los botes. Pasado algún tiempo me maravillé de continuar aún con vida; había perdido la sensación en los miembros inferiores y ya el frío empezaba a invadirme el corazón y a paralizarlo. Pequeñas olas erizadas de espuma rompían de continuo sobre mí, molestándome en grado sumo y produciéndome angustias indescriptibles.

Los ruidos se fueron haciendo menos distintos, pero finalmente oí en lontananza un coro desesperado de gritos y comprendí que el Martínez acababa de hundirse. Más tarde, ignoro el tiempo que transcurriría, recobré el sentido con un estremecimiento de espanto. Estaba solo. Ya no se oían ni voces ni gritos..., únicamente el ruido de las olas, a las que la niebla comunicaba reflejos sobrenaturales. El pánico en una multitud unida en cierto modo por la comunidad de intereses no es tan terrible como el pánico en la soledad, y este pánico es el que yo sufría ahora. ¿Adónde me arrastraban las aguas? El hombre del rostro colorado había dicho que la corriente se alejaba de la Puerta de oro.