Santa Genoveva duerme su último sueño en los antiguos fosos del castillo. En verano, los enamorados, balanceando con una mano distraída la canasta de los almuerzos campestres, vienen a soñar o a intercambiar juramentos ante el sepulcro de la santa, piadosamente florecida de nomeolvides. No lejos de este sepulcro, hay un pozo que contiene, según dicen, agua milagrosa. El agradecimiento de las madres levantó en este lugar una estatua a santa Genoveva, y colgó a sus pies las botitas o los gorros de los niños salvados por esta agua sagrada.
En un lugar de tales características, que parecía pertenecer por completo al pasado, el profesor Stangerson y su hija habían venido a instalarse para preparar la ciencia del futuro. Su aislamiento en la profundidad de los bosques les gustó desde el primer momento. Viejas piedras y grandes robles serían los únicos testigos de sus trabajos y de sus esperanzas. El Glandier, antiguamente Glandierum, se llamaba así por la gran cantidad de bellotas[35] que, desde siempre, se habían recogido en aquel lugar. Esta tierra, hoy tristemente célebre, había reconquistado, debido a la negligencia o al abandono de los propietarios, el aspecto salvaje de una naturaleza primitiva; tan sólo los edificios que allí se ocultaban habían conservado la huella de extrañas metamorfosis. Cada siglo había dejado en ellos su impronta: un fragmento arquitectónico al que se unía el recuerdo de algún acontecimiento terrible, de alguna sangrienta aventura; y, por tal razón, este castillo, a donde iba a refugiarse la ciencia, parecía ser el más indicado para servir de escenario a misterios de espanto y de muerte.
Dicho esto, no puedo evitar hacer una reflexión, que es la siguiente.
Si me he detenido un poco en hacer esta triste pintura del Glandier no es porque haya encontrado la ocasión dramática para "crear la atmósfera" necesaria para los dramas que van a desarrollarse ante los ojos del lector, ya que, en realidad, mi principal preocupación, en todo este caso, consistirá en ser lo más directo posible. No tengo la pretensión de ser un escritor. Quien dice escritor dice, casi siempre, novelista y, ¡por Dios!, el misterio del "cuarto amarillo" está lo suficientemente cargado de trágico horror real como para precisar de la literatura. No soy y no quiero ser más que un fiel "cronista". Como debo relatar el acontecimiento, sitúo este acontecimiento en su marco, eso es todo. Es perfectamente natural que sepan ustedes dónde suceden las cosas.
Vuelvo al señor Stangerson. Cuando compró la propiedad, aproximadamente unos quince años antes de la tragedia que nos ocupa, hacía mucho tiempo que nadie habitaba el Glandier. Otro viejo castillo de los alrededores, construido en el siglo XIV por Jean de Belmont, también estaba abandonado, de tal modo que la región se hallaba prácticamente deshabitada. Algunas casitas al costado del camino que conduce a Corbeil, una posada, la Posada del Torreón, que ofrecía una pasajera hospitalidad a los carreteros, eran prácticamente los únicos vestigios de la civilización en aquel lugar abandonado, difícil de encontrar a unas pocas leguas de la capital. Pero ese completo abandono había sido la razón determinante de la elección del señor Stangerson y de su hija. El señor Stangerson ya era famoso; acababa de volver de América, donde sus trabajos habían tenido una resonancia considerable. El libro que había publicado en Filadelfia[36], La disociación de la materia por acciones eléctricas, había provocado la protesta de todo el mundo científico. El señor Stangerson era francés, pero de familia estadounidense. Unos asuntos de herencia muy importantes lo habían retenido durante varios años en los Estados Unidos. Allí había continuado una obra comenzada en Francia y había regresado a Francia para terminarla, después de haber amasado una enorme fortuna, una vez que los juicios sucesorios terminaran favorablemente, sea por sentencias que le dieron razón, sea mediante acuerdos. Esa fortuna fue bienvenida. Al señor Stangerson, que habría podido, si hubiera querido, ganar millones de dólares explotando o haciendo explotar dos o tres de sus descubrimientos químicos relacionados con nuevas técnicas de tintura, siempre le repugnó emplear en beneficio propio el don maravilloso de inventar que había recibido de la naturaleza; pero no pensaba que su genio le perteneciera. Se lo debía a los hombres, y todo lo que su genio traía al mundo iba a parar, por esa voluntad filantrópica[37], al dominio público. Si no intentó disimular la satisfacción que le causaba la posesión de aquella fortuna inesperada que le permitiría entregarse por entero a su pasión por la ciencia pura, el profesor debió alegrarse también, al parecer, por otro motivo. La señorita Stangerson tenía veinte años cuando su padre volvió de América y compró el Glandier. Era más bonita de lo que se podría imaginar: poseía, a la vez, toda la gracia parisina de su madre, muerta al dar a luz, y todo el esplendor y la riqueza de la joven sangre americana de su abuelo paterno, William Stangerson. Este, que había nacido en Filadelfia, debió naturalizarse francés, obedeciendo a las exigencias familiares, cuando contrajo matrimonio con una francesa, quien sería la madre del ilustre Stangerson.
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