Así, en un gran músico (parece que tal era el caso de Vinteuil cuando tocaba el piano) su juego es de un pianista tan grande que ya ni siquiera se sabe si es artista, si es pianista o no, porque (como no interpone todo ese aparato de esfuerzos musculares, coronados acá y allá por brillantes efectos, toda esa salpicadura de notas en que por lo menos el oyente que no sabe por dónde se anda cree hallar el talento en su realidad material, tangible) ese juego se ha hecho tan transparente, tan henchido de aquello que interpreta, que no se le ve ya a él mismo y ya no es más que una ventana que da a una obra maestra. Yo había podido distinguir las intenciones que rodeaban como una orla majestuosa o delicada la voz y la mímica de Aricia, de Ismene, de Hipólito; pero Fedra se las había interiorizado, y mi espíritu no había conseguido arrancar a la dicción y a las actitudes, aprehender en la avara simplicidad de sus superficies unidas, esos hallazgos, esos efectos que no sobresalían de ellas, de tan profundamente como en ellas se habían reabsorbido. La voz de la Berma, en que no subsistía ni un solo residuo de materia inerte y refractaria al espíritu, no dejaba distinguir en torno a sí el sobrante de lágrimas que se veía correr por sobre la voz de mármol de Aricia o de Ismene, sino que había sido delicadamente flexibilizada en sus menores células como el instrumento de un gran violinista en el cual se quiere, cuando se dice que tiene un hermoso sonido, alabar no una particularidad física, sino una superioridad de alma; como en el paisaje antiguo donde en el lugar antes ocupado por una ninfa desaparecida hay una fuente inanimada, una intención discernible y concreta habíase trocado en ella en alguna calidad del timbre, de una limpidez extraña, adecuada y fría. Los brazos de la Berma, que los mismos versos, con la misma emisión con que hacían salir su voz de sus labios, parecían alzar sobre su pecho como esos follajes que el agua cambia de lugar al huir; su actitud en escena, que había constituido lentamente, que modificaría aún y que estaba hecha de razonamientos de otra profundidad que aquellos cuya huella se percibía en los ademanes de sus camaradas, pero de razonamientos que habían perdido su origen voluntario, fundidos en una especie de irradiación en que hacían palpitar en torno al personaje de Fedra elementos ricos y complejos, pero que el espectador fascinado tomaba no por un acierto de la artista, sino por un dato tomado de la vida; aquellos mismos velos blancos, que, extenuados y fieles, parecían materia viva y como que hubiesen sido hilados por el sufrimiento semipagano, semijansenista, en torno al cual se contraían como un capullo de gusano de seda frágil y friolento; todo ello, voz, actitudes, ademanes, no eran, en torno al cuerpo de una idea que es un verso (cuerpo que, al revés que los cuerpos humanos, no está ante el alma como un obstáculo opaco que impida percibirla, sino como una vestidura purificada, vivificada, en que aquélla se difunde y en que vuelve a encontrársela), otra cosa que envolturas suplementarias que en lugar de ocultarla destacaban más espléndidamente el alma que se las había asimilado y se había esparcido por ellas, no eran sino oleadas de sustancias diversas que se han tornado translúcidas, cuya superposición no hace sino refractar más ricamente el rayo central y prisionero que las atraviesa, y hacer más extensa, más preciosa y más bella la materia embebida de llama en que está infundido. Así la interpretación de la Berma era, en torno a la obra, una segunda obra vivificada también por el genio: ¿por el genio de Racine?

Mi impresión, a decir verdad, más agradable que la de otro tiempo, no era diferente de la de entonces. Sólo que ya no la cotejaba con una idea previa, abstracta y falsa del genio dramático y comprendía que el genio dramático era justamente eso. Pensé, de repente, que si no había sentido placer la primera vez que había oído a la Berma, es que, como en otro tiempo, cuando encontraba a Gilberta en los Campos Elíseos, llegaba a ella con un deseo demasiado grande. Entre las dos decepciones quizá no había sólo esta semejanza, sino también otra, más profunda. La impresión que nos causa una persona, una obra (o una interpretación) fuertemente caracterizadas es particular. Hemos aportado con nosotros las ideas de «belleza», «amplitud de estilo», «patético», que en rigor podríamos tener la ilusión de reconocer en la trivialidad de un talento, de un rostro correcto, pero nuestro espíritu atento tiene ante sí la insistencia de una forma que no posee equivalente intelectual, cuya incógnita necesita despejar. Oye un sonido agudo, una entonación extrañamente interrogativa. Se pregunta: «¿Es hermoso lo que siento? ¿Es admiración? ¿Es esto la riqueza de colorido, la nobleza, el poderío?». Y lo que de nuevo le responde es una voz aguda, es un tono curiosamente interrogador, es la impresión despótica producida por un ser a quien no se conoce, completamente material, y en la que no queda ningún espacio vacío para la «amplitud de la interpretación», y a eso obedece que sean las obras verdaderamente bellas, si las oímos sinceramente, las que más deben decepcionarnos, porque en la colección de nuestras ideas no hay ninguna que responda a una impresión individual.

Esto era precisamente lo que me demostraba el juego de la Berma. Aquello era realmente la nobleza, la inteligencia de la dicción. Ahora me daba yo cuenta de los méritos de una interpretación amplia, poética, vigorosa, o más bien era aquello a lo que se ha convenido en otorgar esos títulos, pero del mismo modo que se da el nombre de Marte, de Venus, de Saturno a estrellas que no tienen nada de mitológico. Sentimos en un mundo; pensamos, denominamos en otro; podemos establecer entre ambos una concordancia, pero no colmar el intervalo que los separa. Es muy poco ese intervalo, esa falla, que tenía yo que cruzar cuando, el primer día que había ido a ver trabajar a la Berma, habiéndola escuchado con todos mis oídos, me había costado algún trabajo volver a reunir mis ideas de «nobleza de interpretación», de «originalidad», y no había estallado en aplausos hasta después de un momento de vacío y como si naciesen no de mi misma impresión, sino como si los refiriese a mis ideas previas, al deleite que sentía al decirme: «Por fin oigo a la Berma». Y la diferencia que hay entre una persona, una obra fuertemente individual y la idea de belleza, existe también, igualmente grande, entre lo que esa persona o esa otra nos hacen sentir y las ideas de amor, de admiración. Así no se las reconoce. Yo no había sentido placer al oír a la Berma (como tampoco lo sentía al ver a Gilberta). Me había dicho: «Luego es que no la admiro». Mas, con todo, sólo pensaba entonces en profundizar en el juego de la Berma; nada más que de eso estaba preocupado, trataba de abrir mi pensamiento lo más ampliamente posible para recibir todo lo que contenía. Ahora comprendía que era justamente eso: admirar.

Ese genio de que la interpretación de la Berma era solamente la revelación, ¿era realmente tan sólo el genio de Racine?

Lo creí al pronto. Había de salir de mi engaño una vez acabado el acto de Fedra, después de las llamadas del público, durante las cuales la antigua actriz, rabiosa, irguiendo su talla minúscula, sesgando el cuerpo, inmovilizó los músculos de su rostro y puso los brazos en cruz sobre el pecho para demostrar que ella no se mezclaba a los aplausos de los demás y hacer más evidente una protesta que juzgaba sensacional, pero que pasó inadvertida. La obra siguiente era una de las novedades que en otro tiempo se me antojaba, por su falta de celebridad, que tenían que parecer por fuerza endebles, extrañas, desprovistas como estaban de existencia fuera de la representación que de ellas se daba Pero no tenía, como con una obra clásica, la decepción de ver que la eternidad de una obra maestra no poseía más extensión que la del escenario ni más duración que la de una representación que la desempeñaba tan bien como una oración de circunstancias. Además, a cada tirada que sentía yo que gustaba al público y que un día habría de ser famosa, a falta de la celebridad que no había podido tener en el pasado le añadía la que habría de tener en el porvenir, por un esfuerzo de espíritu inverso del que consiste en representarse las obras maestras en el tiempo de su inconsistente aparición, cuando su título, que hasta ese punto no se había oído aún, no parecía que hubiera de ser incluido un día, confundido en una misma luz, emparejado con los títulos de las demás obras del autor. Y este papel sería puesto un día en la lista de los más hermosos suyos, al lado del de Fedra. No porque en sí mismo no estuviese desnudo de todo valor literario, pero es que la Berma estaba en él tan sublime como en Fedra. Entonces comprendí que la obra del escritor no era para la trágica más que una materia, punto menos que indiferente en sí misma, para la creación de su obra maestra de interpretación, como el gran pintor que yo había conocido en Balbec, Elstir, había encontrado el motivo de dos cuadros de parejo mérito en un edificio escolar sin carácter y en una catedral que es por sí misma una obra maestra. Y así como el pintor disuelve casa, carreta, personajes, en algún gran efecto de luz que los hace homogéneos, la Berma extendía vastos paños de terror, de ternura, sobre las palabras fundidas por igual, allanadas todas o todas realzadas, a una, y que una artista mediocre hubiera recortado una tras otra.