Sin duda, cada una de ellas tenía su inflexión propia, y la dicción de la Berma no impedía que se distinguiese el verso. ¿No es ya un primer elemento de complejidad ordenada, es decir, de belleza, cuando, al oír una rima, es decir, algo que es a la vez semejante y distinto respecto de la rima precedente, que es producido por ésta, pero que introduce en ella la variación de una idea nueva, se sienten dos sistemas que se superponen: uno de pensamiento, otro de métrica? Pero la Berma, sin embargo, hacía entrar las palabras, hasta los versos, inclusive las «tiradas», en conjuntos más vastos, en cuya frontera era un hechizo verlos obligados a detenerse, a interrumpirse; así un poeta se deleita en hacer vacilar por un instante, en la rima, la palabra que va a lanzarse, y un músico en confundir las palabras diversas del libreto en un mismo ritmo que las contraría y las arrastra. Tanto en las frases del dramaturgo moderno como en los versos de Racine, la Berma sabía introducir esas vastas imágenes de dolor, de nobleza, de pasión, que eran obras maestras suyas, y en las que se la reconocía como en retratos que ha pintado con modelos diferentes se reconoce a un pintor.

Yo no hubiera deseado ya, como en otro tiempo, poder inmovilizar las actitudes de la Berma, el hermoso efecto de color que daba sólo por un instante en una iluminación inmediatamente desvanecida y que no se reproducía, ni hacerle repetir cien veces un verso. Comprendía que mi deseo de antaño era más exigente que la voluntad del poeta, de la trágica, del gran artista decorador que era su director de escena, y que aquel hechizo esparcido a vuelo sobre un verso, aquellos inestables ademanes perpetuamente transformados, aquellos cuadros sucesivos, eran el resultado fugitivo, el fin momentáneo, la móvil obra maestra que el arte teatral se proponía, y que destruiría, al querer fijarla, la atención de un oyente demasiado apasionado. Ni siquiera me interesaba ir otro día a oír de nuevo a la Berma; estaba satisfecho de ella; cuando admiraba demasiado para que no me defraudase el objeto de mi admiración, fuese ese objeto Gilberta o la Berma, era cuando pedía de antemano a la impresión del día siguiente el placer que me había negado la impresión de la víspera. Sin tratar de profundizar en el goce que acababa de sentir y del que acaso hubiera podido hacer un uso más fecundo, me decía como antaño cierto compañero mío de colegio: «Verdaderamente es la Berma a quien pongo la primera», aun sintiendo confusamente que el genio de la Berma no era acaso traducido muy exactamente por esta afirmación de mi preferencia y por ese puesto de «primera» otorgado, cualquiera que fuese, por lo demás, la tranquilidad que me trajeran.

En el momento en que la segunda obra empezó volví la mirada hacia la platea de la señora de Guermantes. La princesa, con un movimiento engendrador de una deliciosa línea que mi espíritu perseguía en el vacío, acababa de volver la cabeza hacia el fondo de la platea; los invitados estaban de pie, vueltos también hacia el fondo, y entre la doble hilera que formaban, con su aplomo y su grandeza de diosa, pero con una dulzura desconocida que por llegar tan tarde y hacer levantarse a todo el mundo a mitad de la representación barajaba las muselinas blancas en que estaba envuelta y la expresión hábilmente ingenua, tímida y confusa, con su sonrisa victoriosa, la duquesa de Guermantes, que acababa de entrar, fue hacia su prima, hizo una profunda reverencia a un joven rubio que estaba sentado en primer término, y, volviéndose hacia los monstruos marinos y sagrados que flotaban en el fondo del antro, dirigió a aquellos semidioses del Jockey-Club —que en aquel momento, y particularmente el señor de Palancy, fueron los hombres que más me hubiera gustado ser— un saludo familiar de antigua amiga, alusiones a lo cotidiano de sus relaciones con ellos desde hacía quince años. Yo sentía el misterio, pero no podía descifrar el enigma de aquella mirada sonriente que dirigía a sus amigos en el fulgor aterciopelado con que esa mirada brillaba mientras abandonaba su mano a unos y a otros, y que, si yo hubiera podido descomponer su prisma, analizar sus cristalizaciones, acaso me hubiera revelado la esencia de la vida desconocida que en ella aparecía en aquel momento. El duque de Guermantes seguía a su mujer, con los reflejos de su monóculo, la risa de su dentadura, la blancura de su clavel o de su pechera plisada, que dejaban aparte, para hacer lugar a su luz, sus cejas, sus labios, su frac; con un ademán de su mano extendida, que bajó hasta los hombros de ellos, erguido, sin volver la cabeza, ordenó que se sentaran de nuevo a los monstruos inferiores que le hacían sitio, y se inclinó profundamente ante el joven rubio. Se hubiera dicho que la princesa había adivinado que su prima, de quien se burlaba, a lo que se decía, por lo que llamaba ella sus exageraciones (nombre que, desde su punto de vista ingeniosamente francés y esencialmente moderado, tomaban pronto la poesía y el entusiasmo germánicos), había de llevar aquella noche uno de esos tocados con que a la duquesa le parecía disfrazada, y hubiese querido darle una lección de gusto. En lugar de los maravillosos y suaves plumajes que de la cabeza de la princesa descendían hasta su cuello; en lugar de su redecilla de conchas y de perlas, la duquesa no llevaba en el pelo más que una sencilla aigrette que, dominando su nariz arqueada y sus ojos saltones, parecía la cresta de un pájaro. Su cuello y sus hombros emergían de una nívea ola de muselina sobre la que iba a batir un abanico de plumas de cisne; pero luego el traje —cuyo corpiño tenía, como único adorno, innumerables lentejuelas, bien de metal, en varillas y en cuentas, bien de brillantes— moldeaba su cuerpo con precisión enteramente británica. Pero por diferentes que fuesen entre sí uno y otro tocado, después que la princesa hubo dado a su prima la silla que hasta entonces ocupaba ella, se las vio que, volviéndose la una hacia la otra, se admiraban recíprocamente.

Quizá la señora de Guermantes sonriese a la mañana siguiente cuando hablara del peinado, un tanto complicado de más, de la princesa, pero seguramente declararía que no por eso estaba aquélla menos encantadora y maravillosamente arreglada; y la princesa, que, por principios de gusto, encontraba algo un poco frío, un poco seco, un poco modisteril en la manera de vestirse de su prima, descubriría en esta estricta sobriedad un refinamiento exquisito. Por otra parte, entre ellas, la gravitación universal preestablecida de su educación neutralizaba los contrastes, no sólo de tocado, sino de actitud. En las líneas invisibles e imantadas que entre ellas tendía la elegancia de maneras venía a expirar el natural expansivo de la princesa, mientras que la tiesura de la duquesa se dejaba atraer, doblar, tornábase blandura y hechizo. Del mismo modo que en la obra que estaban representando, para comprender lo que de poesía personal desprendía la Berma no había más que confiar el papel que desempeñaba, y que sólo ella podía desempeñar, a cualquier otra actriz, el espectador que hubiese alzado los ojos hacia la barandilla de la platea hubiera visto, en dos palcos, cómo un arreglo, que ellas creían recordaba los de la princesa de Guermantes, daba sencillamente a la baronesa de Morienval una traza excéntrica, pretenciosa e ineducada, y cómo un esfuerzo, a la vez terco y costoso, por imitar el vestir y la distinción de la duquesa de Guermantes hacía solamente que la señora de Cambremer se asemejase a una pensionista provinciana, montada en alambre, tiesa, seca y puntiaguda, con un penacho de coche fúnebre erguido verticalmente en el pelo. Acaso el puesto de esta última no estuviese en una sala en que los palcos (incluso los de los pisos más altos, que desde abajo parecían grandes banastas pespunteadas de flores humanas y unidas a la bóveda de la sala por las rojas bridas de sus separaciones de terciopelo) componían, solamente con las mujeres más brillantes del año, un efímero panorama que las muertes, los escándalos, las enfermedades, las rencillas modificarían bien pronto, pero que en aquel momento estaba inmovilizado por la atención, por el calor, por el vértigo, por la elegancia y el fastidio, en esa especie de instante eterno y trágico de inconsciente espera y de tranquilo embotamiento que, retrospectivamente, parece haber precedido a la explosión de una bomba o a la primera llamarada de un incendio.

La razón de que la señora de Cambremer se encontrase allí era que la princesa de Parma, desprovista de esnobismo, como la mayor parte de las altezas auténticas, y, en desquite, devorada por el orgullo, por el apetito de la caridad que en ella igualaba al gusto por lo que creía las Artes, había cedido acá y allá algunos palcos a mujeres como la señora de Cambremer, que no formaban parte de la alta sociedad aristocrática, pero con quienes estaba en relación por sus obras de beneficencia. La señora de Cambremer no quitaba ojo a la duquesa y a la princesa de Guermantes, lo cual era tanto más fácil cuanto que, como no se hallaba realmente en relación con ellas, no podía parecer que mendigaba un saludo. Sin embargo, ser recibida en casa de aquellas dos grandes damas era el fin que perseguía desde hacía diez años con infatigable paciencia. Había calculado que sin duda llegaría a ello para dentro de cinco años. Pero atacada por una enfermedad que no perdona y cuyo carácter inexorable, presumiendo de conocimientos médicos, creía conocer, temía no poder vivir hasta entonces. Por lo menos aquella noche era feliz al pensar que todas estas mujeres a quienes apenas conocía verían al lado de ella a uno de sus amigos, el joven marqués de Beausergent, hermano de la señora de Argentcourt, que frecuentaba por igual las dos sociedades, y con cuya presencia les gustaba mucho a las mujeres de la segunda ornarse ante los ojos de las de la primera. Se había sentado detrás de la señora de Cambremer, en una silla puesta de través para poder mirar de soslayo a los demás palcos. Conocía a todo el mundo y, para saludar, con la encantadora elegancia de sus graciosas inclinaciones, de su fina cabeza de rubios cabellos, erguía a medias su airoso cuerpo, con una sonrisa en sus ojos azules, con una mezcla de respeto y de desenvoltura, grabando de esta suerte con precisión en el rectángulo del plano oblicuo en que estaba situado algo así como una de esas estampas viejas que representan un gran señor altanero y cortesano. Aceptaba a menudo ir de esta manera al teatro con la señora de Cambremer; en la sala, y a la salida, en el vestíbulo, permanecía valerosamente al lado de ella en medio de la multitud de amigas más brillantes que allí tenía y a quienes evitaba hablar, porque no quería molestarlas, como si hubiera ido en mala compañía. Si pasaba entonces la princesa de Guermantes, hermosa y ligera como Diana, dejando arrastrar en pos de sí una capa incomparable, haciendo que se volviesen todas las cabezas y seguida por todos los ojos (por los de la señora de Cambremer más que por todos los demás), el señor de Beausergent se enfrascaba en una conversación con su vecina, y no respondía a la sonrisa amistosa y deslumbradora de la princesa sino por compromiso, forzado, y con la reserva bien educada y la caritativa frialdad de una persona cuya amabilidad puede haber llegado a ser momentáneamente molesta.

Si la señora de Cambremer no hubiera sabido que la platea pertenecía a la princesa, hubiera reconocido de todas maneras que la señora de Guermantes era la invitada, por la mayor expresión de interés que concedía al espectáculo de la escena y de la sala para mostrarse amable con su huéspeda. Mas al mismo tiempo que esta fuerza centrífuga, una fuerza inversa, desarrollada por el mismo deseo de amabilidad, volvía la atención de la duquesa hacia su propio tocado, sobre su aigrette, sobre su corpiño, y también hacia el de la princesa, de quien su prima parecía proclamarse súbdita, esclava, como si hubiese venido únicamente por verla, dispuesta a seguirla a otra parte si la titular del palco hubiera tenido antojo de irse, y sin mirar de otra manera que como a un conjunto de extranjeros que resultaba curioso examinar al resto de la sala, en que, sin embargo, contaba con gran número de amigos en cuyo palco se encontraba otras semanas y respecto de los cuales no dejaba de dar entonces pruebas de la misma lealtad exclusiva, relativista y hebdomadaria. La señora de Cambremer estaba pasmada de ver aquella noche a la duquesa. Sabía que se quedaba en Guermantes hasta muy entrada la temporada, y suponía que aún estuviese allí. Pero le habían contado que a veces, cuando había en París un espectáculo que consideraba interesante, la señora de Guermantes hacía enganchar uno de sus coches tan pronto como había tomado el té con los cazadores, y al ponerse el sol salía al trote largo, cruzando la selva crepuscular, siguiendo después por la carretera a tomar el tren en Combray para estar en París a la noche.