Tan pronto como lo hube comprendido, turbado por un doloroso deseo, tuve demasiado poca voluntad para decidir que no volvería a París y quedarme en la ciudad; pero demasiado poca también para impedir que un empleado llevase mi maleta hasta un coche de punto y para no incorporarme, mientras le seguía, el alma desierta de un viajero que vigila sus bártulos y a quien ninguna abuela espera, para no subir a un coche con la desenvoltura del que, por haber dejado de pensar en lo que quiere, tiene la apariencia de saber lo que quiere, y para no dar al cochero la dirección del cuartel de caballería. Pensaba que Saint-Loup iría a dormir aquella noche al hotel en que yo iba a alojarme para hacer que me fuese menos angustioso el primer contacto con aquella ciudad desconocida. Un soldado de guardia fue a buscarle y yo le esperé a la puerta del cuartel, ante aquella gran nave resonante con el viento de noviembre, y de donde, a cada instante, porque eran las seis de la tarde, salían hombres, de dos en dos, a la calle, titubeando como si bajasen a tierra en algún puerto exótico donde se hubiesen detenido momentáneamente. Llegó Saint-Loup, agitándose en todos sentidos, dejando volar delante de sí su monóculo; yo no había dado mi nombre y estaba impaciente por gozar de su sorpresa y de su alegría.
—¡Ah, qué fastidio! —exclamó al verme de improviso, poniéndose colorado hasta las orejas—: acabo de entrar de semana y no podré salir hasta dentro de ocho días.
Y, preocupado por la idea de verme pasar a solas esta primera noche, porque conocía mejor que nadie mis terrores nocturnos que con tanta frecuencia había observado y endulzado en Balbec, interrumpía sus lamentaciones para volverse hacia mí, para dirigirme breves sonrisas, tiernas miradas desiguales, unas que venían directamente de su ojo, otras a través de su monóculo, y en todas ellas una alusión a la emoción que sentía al volver a verme, una alusión también a una cosa importante que no siempre comprendía yo, pero que ahora me importaba, y era nuestra amistad.
—¡Dios mío! ¿Y dónde va a dormir usted? Si he de serle franco, no le aconsejo el hotel en que nos hospedamos nosotros; está al lado de la Exposición, donde van a empezar las fiestas, y tendría usted una de gente loca. No; mejor estaría en el hotel de Flandes, es un antiguo palacete del siglo XVIII, con tapicerías viejas. Hace bastante casa solariega histórica.
Saint-Loup empleaba a todo pasto la palabra hacer en lugar de parecer, porque la lengua hablada, como la lengua escrita, siente de tiempo en tiempo la necesidad de esas alteraciones del sentido de las palabras, de esos refinamientos de expresión. Y así como ocurre con frecuencia que los periodistas ignoren de qué escuela literaria provienen las elegancias que utilizan, así el vocabulario, la dicción inclusive de Saint-Loup, estaban hechos de la imitación de tres estetas diferentes, a ninguno de los cuales conocía, pero de quienes le habían sido indirectamente inculcados esos modos de lenguaje.
—Por otra parte —concluyó—, ese hotel es bastante adecuado a su hiperestesia auditiva. No tendrá usted vecinos. Reconozco que es una triste ventaja, y como, al fin y al cabo, mañana puede llegar otro viajero, no valdría la pena de escoger para ese hotel resultados precarios. No; si se lo recomiendo es por el aspecto. Las habitaciones son bastante simpáticas; los muebles, antiguos y confortables, lo cual ya es algo tranquilizador.
Pero para mí, menos artista que Saint-Loup, el placer que puede proporcionar una casa bonita era superficial, nulo casi, y no podía calmar mi angustia incipiente, tan penosa como la que sentía en otro tiempo en Combray cuando mi madre no iba a darme las buenas noches, o como la que había sentido el día de mi llegada a Balbec en la habitación demasiado alta que olía a espicanardo. Saint-Loup lo comprendió por mi mirada fija.
—Pero a usted le trae muy sin cuidado, ¡pobrecillo!, ese lindo palacio; está usted muy pálido. Yo, como un tonto, le estoy hablando de unas tapicerías que ni siquiera tendrá usted ánimos para mirar. Conozco la habitación en que le pondrían; para mi gusto la encuentro muy alegre, pero me doy perfecta cuenta de que para usted, con su sensibilidad, no es lo mismo. No crea que no lo comprendo; no siento lo que usted, pero de sobra me pongo en su lugar.
Un suboficial que probaba un caballo en el patio, muy ocupado en hacerle saltar, sin responder a los saludos de los soldados, pero lanzando chaparrones de injurias a los que se ponían en su camino, dirigió en aquel momento una sonrisa a Saint-Loup, y al darse cuenta entonces de que éste tenía consigo a un amigo, saludó. Pero el caballo se le fue a la empinada, espumarajeando. Saint-Loup se le abalanzó a la cabeza, lo tomó de la brida, consiguió calmarlo y volvió a mi lado.
—Sí —me dijo—, le aseguro que me doy cuenta, que sufro con lo que usted siente; me apena —añadió, poniéndome afectuosamente la mano en el hombro— pensar que si me hubiera sido posible quedarme cerca de usted acaso hubiese podido, quedándome a su lado, hablando con usted hasta la mañana, quitarle un poco de su tristeza. Le prestaría bastantes libros, pero no va usted a poder leer si se encuentra de esa manera. Y no habrá modo de conseguir que me sustituya aquí nadie; ya va de dos veces seguidas que lo he hecho porque había venido mi chica.
Y fruncía el ceño, por su disgusto y también por el ahínco que ponía en buscar, como un médico, qué remedio podría aplicar a mi mal.
—Anda, ve a encender lumbre en mi cuarto —dijo a un soldado que pasaba—. ¡Vamos, más aprisa, listo!
Después se volvía hacia mí de nuevo, y el monóculo y la mirada miope hacían alusión a nuestra gran amistad.
—¡Usted aquí, en este cuartel en que tanto he pensado en usted! No puedo dar crédito a mis ojos, me parece que sueño. En fin, ¿y esa salud, va mejor? Ahora mismo va usted a hablarme de todo ello. Vamos a subir a mi cuarto, no estemos demasiado en el patio, hace un viento del diablo; yo ni siquiera lo siento ya, pero tengo miedo de que usted, que no está acostumbrado, tenga frío. ¿Qué, y ese trabajo, se ha puesto usted ya a él? ¿No? Pero ¡qué hombre este! Si yo tuviera las disposiciones que usted, creo que escribiría de la mañana a la noche. Le divierte a usted más no hacer nada. ¡Qué lástima que sean los mediocres como yo los que siempre están dispuestos a trabajar, y que los que podrían hacerlo no quieran! Y ni siquiera le he preguntado por su señora abuela. Su Proudhon no se separa de mí.
Un oficial, alto, guapo, majestuoso, desembocó, con pasos lentos y solemnes, de una escalera. Saint-Loup le saludó e inmovilizó la perpetua inestabilidad de su cuerpo el tiempo preciso para tener la mano a la altura del quepis. Pero la había precipitado con tanta fuerza, irguiéndose con un movimiento tan seco, y, una vez acabado el saludo, la hizo caer de nuevo con un ademán tan brusco, cambiando todas las posiciones del hombro, de la pierna y del monóculo, que aquel momento fue no tanto de inmovilidad como de una vibrante tensión en que se neutralizaban los movimientos excesivos que acababan de producirse y los que iban a empezar. Mientras tanto, el oficial, sin acercarse, tranquilo, benévolo, digno, imperial, representando, en suma, el polo opuesto de Saint-Loup, alzó, a su vez, pero sin apresurarse, la mano hacia su quepis.
—Tengo que decirle dos palabras al capitán —me susurró Saint-Loup—. Tenga usted la bondad de ir a esperarme a mi cuarto: el segundo a la derecha, en el tercer piso; soy con usted dentro de un momento.
Y echando a andar a paso de carga, precedido de su monóculo, que volaba en todos los sentidos, se fue derecho hacia el digno y lento capitán, a quien traían en aquel momento el caballo y que, antes de disponerse a montar en él, daba algunas órdenes con una nobleza de ademanes estudiada, como en algún cuadro histórico y como si fuese a partir para una batalla del Primer Imperio, cuando lo cierto era que volvía sencillamente a su casa, al alojamiento que había alquilado para el tiempo que hubiera de estar en Doncières y que estaba enclavado en una plaza denominada, como por una ironía anticipada para con este napoleonida, ¡Plaza de la República! Me lancé escalones arriba, a punto de resbalar a cada paso en aquellos peldaños claveteados, entreviendo crujías de desnudos muros, con la doble alineación de los petates y de los equipos.
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